Domingo de la Divina Misericordia

Homilía de votos perpetuos en los DCJM, hermanos Tomás Basallo e Ignacio Golmayo

14 de abril de 2023, vísperas del domingo de la Octava de Pascua, “de la Misericordia”; “Mete tu mano en mi costado y […] sé fiel” (cf. Jn 20,27)

Este Domingo de la Octava de Pascua se ha llamado también, desde Juan Pablo II, Domingo de la misericordia. Y es que en su centro está el Corazón de Cristo. Hoy se anuncia que este corazón ha resucitado. En este corazón invita Jesús al apóstol Tomás a meter la mano. Y este mismo gesto vais a realizar vosotros, queridos Tomás e Ignacio, en vuestros votos perpetuos. Pues la vida religiosa no consiste sino en conformar toda la vida en la carne con este corazón abierto y vivo de Cristo.

El cardenal Giacomo Biffi contaba una anécdota de cuando daba una catequesis sobre la resurrección de Cristo. Enseñaba entonces que resucitó la carne de Jesús, y no solo que su alma o espíritu sobrevivió a la muerte. En la madrugada de aquel primer día de la semana los pulmones de Cristo se volvieron a llenar de aire y su corazón volvió a bombear sangre a todo el cuerpo. Al siguiente día de catequesis, una señora se acercó a Biffi, pues había contado la cosa a su marido, que le había contestado: “no puede ser, habrás entendido mal”. Biffi, entonces, le dejó la cinta con la lección grabada para que el marido la escuchara. Al volver la mañana siguiente la mujer le relató lo que había exclamado su marido: “si esto es así, entonces cambia todo”.

Aquel hombre había entendido que el corazón resucitado lo cambia todo. Pues el corazón es el lugar de nuestras relaciones, el lugar del amor. Y si resucita el corazón de Jesús resucitan también las relaciones que están en el centro de la vida de Jesús. Y eso significa que su resurrección nos toca, porque nuestros corazones están unidos a su corazón. Desde el Corazón de Jesús entendemos enseguida por qué podemos ya vivir una vida resucitada. Cuando muere alguien muy cercano decimos: “se nos ha muerto”, porque no muere solo él, sino que su muerte nos toca. Desde el corazón de Jesús podemos decir que Jesús no solo “se ha levantado de entre los muertos”, sino que “se nos ha levantado”, porque su resurrección nos toca.

Además, la relación fundante del corazón es la relación con Dios. Solo Él conoce el corazón del hombre, y lo conduce adonde Él quiere. Así que, al resucitar Jesús, y al tocarnos su resurrección, nuestros corazones se dirigen decididamente al Padre. Por eso este es el Domingo de misericordia, porque hoy revive en nosotros la relación con Dios. Y como decía san Agustín, en esto consiste la misericordia: en orientar al hermano hacia Dios y en orientarnos a nosotros mismos hacia Dios, pues solo en Él descansan nuestros corazones.

Por eso todo el peso de la vida humana se decide ante esta cuestión: si la resurrección ha sucedido en la carne. Tomás acierta en su desafío: quiere ver y tocar las heridas, porque estas son la prueba de que aquel mismo que padeció es quien ha vuelto a la vida gloriosa.

¿Y nosotros? No hemos sido testigos de la resurrección. Y sin embargo lo que vamos a contemplar ahora, y lo que Tomás e Ignacio vais a realizar, es una prueba de la verdad que el Apóstol Tomás confesó: que Dios vive en el cuerpo. Vamos a ver (y vais a realizar) algo que no se explica sino porque Cristo resucitó en la carne y porque su corazón sigue latiendo. Como no hace falta ver el sol para saber que ha salido y brilla, pues basta percibir los colores que el sol despierta, así, a quien ve esta energía que hoy el Resucitado suscita en vosotros y que es vuestro “sí”, no le hace falta ver al Resucitado.

San Ignacio de Antioquía dijo que entre los cristianos hay quienes permanecen vírgenes “para honrar la carne del Señor”. Esto no se refiere sólo a la carne terrena y mortal de Jesús, como si vuestra vida fuera solo memoria de como Él vivió. Si así fuera, buscaríamos a Cristo entre los muertos. La carne que honráis es la carne resucitada. Solo porque Él resucitó es posible vivir en pobreza, castidad y obediencia perpetuamente. Y cuando digáis que vuestro voto es “perpetuo” no os referís solo a la extensión temporal, sino a la participación en la resurrección de Cristo, que ha anticipado ya nuestro futuro último.

Concretando más, podemos decir que la vida religiosa es la honra de las heridas abiertas de Cristo resucitado. Es en esas heridas que tocó Tomás (en esas llagas “santas y gloriosas” que hace poco grabamos en el cirio) donde tiene lugar en la Iglesia la vida religiosa. Os configuráis a su gloria, como decía antes, porque la manifestáis al mundo y dais testimonio de la resurrección. Pero, a la vez, lo hacéis desde una carne que vive en este mundo que pasa, y esto implica un sufrimiento en la entrega. La vida religiosa está para honrar las heridas gloriosas del Señor. Recordad cómo definía san Agustín la virginidad: “ejercicio de la incorrupción en carne corruptible”, es decir: entrega a un amor incorruptible en una carne que todavía tiene que atravesar el dolor y la muerte.

Los tres votos son tres modos en que la vida religiosa toca las heridas gloriosas de Cristo. Se trata de tres preguntas que los discípulos se hacen sobre Jesús en el Evangelio. La virginidad responde a la pregunta por el quién de Jesús: ¿quién eres tú? (cf. Lc 8,25). Planteada esta pregunta desde el corazón, lugar de las relaciones, se convierte en estas otras: ¿de quién eres? ¿a quién perteneces? ¿para quién eres? Cristo ha respondido indicando a su Padre. De Él viene y a Él torna apasionadamente. La virginidad significa que todas las fuerzas para amar, fuerzas que nos dirigen hacia el misterio de la persona amada, se concentran ahora, como rayos en la lupa que es Cristo, para apuntar al Padre.

Por eso en la virginidad no hay una renuncia a estas fuerzas para amar, no renegáis de vuestra sexualidad o virilidad. La diferencia sexual tiene tal fuerza precisamente porque lanza al hombre y a la mujer hacia un horizonte transcendente, que no han originado ellos, y en el cual se manifiesta el Creador de toda vida. Y ahora encauzáis plenamente hacia el Padre, con Cristo, ese deseo de plenitud que habita en vuestra carne. Una historia rabínica cuenta que a David Dios le perdonó su adulterio porque cantó a Dios un salmo con tanta pasión como se había acercado a Salomé. Y, en efecto: “mi carne tiene ansia de Ti”, dijo el rey salmista (Sal 63[62],1). Claro, entiéndase: era ahora una pasión transformada, bien dirigida, fecunda. Y nos ayuda así a entender la virginidad. Esta consiste en encauzar todo el deseo pasional del corazón hacia el Padre, a través de la amistad con Cristo. Tocáis el corazón resucitado de Cristo, lugar de sus pasiones nuevas e incorruptibles, con lo que se os comunica un afecto incorruptible.

La pregunta que planteáis en la pobreza es esta otra: “¿dónde vives?” (Jn 1,38). Es una pregunta por la morada de Jesús. Por el voto de pobreza nos instalamos ahí donde se encuentra el Resucitado. Significa, por tanto, poner nuestros bienes raíces en lo alto, en el cielo. Y esto quiere decir, no solo en un lugar elevado, cerca de Dios, sino en el lugar de la plenitud futura, adonde apunta todo el fruto que las creaturas son capaces de dar.

Si leemos esta pregunta desde el corazón, entendemos que se refiere a un lugar personal de relaciones y vínculos. En la práctica, el lugar donde se encuentra el cuerpo resucitado de Cristo es la Eucaristía. Por eso este voto de pobreza significa hacer de la Eucaristía la propia morada, el lugar de raíz y de seguridad central, que nos pone con Cristo en Dios. Vive pobre quien vive de sagrario. Esto conlleva disponibilidad: “voy a cualquier lugar, si allí hay un sagrario que me acoge y fortalece”. Y conlleva también genialidad para crear hogar y ambiente, sin dejadez. Allí donde viva haré de mi casa y de mis relaciones, no un hotel impersonal, sino una efusión del calor, la acogida y la belleza del sagrario. Si “el casado casa quiere”, el “votado” sagrario quiere.

Finalmente, la pregunta por la obediencia es: “¿adónde vas?” (Jn 13,36). Cuando se plantea desde el corazón esta es la pregunta por una obra común con Cristo. Significa que los proyectos de vida pasan a ser todos ellos proyectos comunes con el Resucitado. Por la obediencia el querer de Cristo se nos hace presente en la mediación concreta, corporal, de los superiores, suscitando nuestra concordia. Desde esta concordia no perdemos la libertad, sino que la ensanchamos, porque nos hacemos capaces de un fruto mayor.

¿Tocó santo Tomás el costado de Cristo o bastó la invitación del Señor para que creyera? San Pedro Crisólogo, en uno de sus sermones, llega a decir que Tomás abrió ese costado, que se había abierto ya en la Cruz para que brotaran ríos de agua viva. Lo que brotó ahora fue la fe, para Tomás y para los que creerían sin haber visto. Así, de este corazón nace el río que nos lleva, por la fe, hacia el abrazo del Padre. El libro de los Proverbios dice que “el corazón del rey es una acequia que el Señor canaliza adonde quiere” (Prov 21,1). La obediencia nos introduce en el corazón del Hijo obediente, para que nos conduzca hasta el mar del amor del Padre.

El hábito de vuestros votos, ahora ya perpetuo, simboliza que os revestís de las heridas gloriosas. Al instituir este domingo “de la Misericordia” san Juan Pablo II respetó el antiguo nombre de domingo “in Albis”, que era el domingo en que se deponían las vestiduras blancas (del latín albus, blanco) que los neófitos habían recibido al bautizarse en Pascua. Las deponían, porque ya era su mismo cuerpo el que iba a llevar las marcas de Cristo toda la vida. Pero puede verse en ello también una cierta pena o nostalgia: las vestiduras son una profecía de un estado que está por llegar, pues la peregrinación por el mundo nos impide vivir plenamente esta pureza. Ahora bien, como religiosos hoy no os desvestís, sino que selláis vuestro hábito, al anticipar ya en esta tierra por los votos la plenitud final de conformidad con Cristo, aunque sea una gloria a través de heridas.

Hemos dicho que, si el corazón resucita, resucitan las relaciones que constituyen nuestra vida, y resucita por tanto el amor mismo. He aquí por qué es preciso que resucite la carne, para que resuciten también los vínculos que nos hacen hermanos, esposos, padres e hijos, que nos hacen ser una sola familia. Así que la resurrección del corazón de Jesús trae como consecuencia la resurrección del corazón de María, que queda ya desde Pascua destinado a ascender al cielo. En Ella se realizan en plenitud los tres votos, porque María se conforma a las heridas gloriosas de Jesús. En María virgen brillaba para el mismo Jesús su origen radical de Hijo único en el Padre. María pobre no solo vivió con Jesús, sino que fue la primera morada en la tierra del Señor, como su Madre. Y María, obediente al pie de la Cruz, no solo acogió los planes de su Hijo, sino que su corazón se abrió con la misma lanzada que desgarró el de Cristo. Que Ella os sostenga en estos votos, revestidos de Cristo, y bajo su manto materno.

En su novela Quo vadis? el escritor polaco Henryk Sienkiewicz relata las persecuciones de Nerón contra los cristianos. También, como con Jesús, hay en la historia un traidor, el griego Quilón. Pero cuando éste contempla el martirio esperanzado de los cristianos, experimenta un temor ante el mal que ha cometido. Pues aquellos hombres que mueren torturados abren los ojos extasiados como si contemplaran un misterio. Cuando los romanos preguntan a Quilón qué es lo que esos hombres ven, él entiende y responde, lleno de estupor: “¡la resurrección!”

Lo que están viendo aquellos hombres no es sólo al Resucitado, sino a la resurrección misma. Ciertamente, es la resurrección que les espera a ellos, pero no solo. Están viendo el proceso resucitador que Jesús ha instaurado y que vibra ya en todas las cosas, incluso en medio del sufrimiento, pues es capaz de transformar la muerte en un nuevo nacer. Con los votos religiosos sois también testigos de la resurrección que está sucediendo en el mundo, es decir, de ese nuevo nacimiento en la libertad y en la luz, que eleva todas las cosas hacia el Padre. Con esta confianza profesáis: “¡meted la mano en su costado, y sed fieles!”

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