La pandemia ha dejado poca gana de mirar al futuro, que se teme complejo. Por eso es hoy tan necesaria la esperanza, que nos devuelve un porvenir en medio de la prueba. Pero la pandemia ha traído también heridas que afectan a nuestro pasado. Nos es difícil mirar al futuro, no solo porque este sea incierto, sino porque nos pesa la experiencia de las heridas. ¿Podremos volver a saludar y a darnos abrazos sin que se despierte el temor? El psicólogo Massimo Recalcati se lo pregunta con respecto a la vuelta al colegio: “¿cómo restablecer la confianza en el otro, tras haber visto al otro como amenaza de muerte potencial?”. Un periodista italiano lo formulaba así: “la pandemia solo habrá pasado cuando ya no nos acordemos de ella”.

Todo esto nos indica que la esperanza, para poder ampliar el futuro, necesita regenerar el pasado. Pues el pasado puede impulsar a la desesperación, cuando nos atrapa y nos impide mirar adelante. El mejor ejemplo de cómo la esperanza regenera el pasado es la experiencia del perdón. El perdón es un manantial de esperanza que actúa, no directamente sobre lo que va a pasar, sino lo que ya ha pasado. Es la esperanza en que el pasado pueda regenerarse, en que no todo esté dicho sobre nuestra miseria ni sobre la del hermano, por mucho que clamen contra nosotros las culpas cometidas.

La Cuaresma nos invita a explorar y practicar esta “esperanza hacia atrás”. Propio de la cuaresma es la oración, la limosna, el ayuno. El perdón contiene los tres: es limosna porque es misericordia que ama primero, ante quien nos ha herido; es oración, pues para regenerar la culpa se requiere una acción divina que supera las fuerzas del hombre; es ayuno, pues trae consigo sufrir paciente para regenerar la memoria.

El relato central de la cuaresma en el Antiguo Testamento es el retorno de Israel de Egipto, su gran Éxodo. ¿Es un relato de perdón? De ser así se acercaría al relato por excelencia de perdón en el Nuevo Testamento, que es la parábola del hijo pródigo. Israel volvería a la tierra prometida como el hijo perdido a la casa de su Padre. Ahora bien, el Éxodo parece más bien un relato de liberación, o tal vez de nacimiento del Pueblo, o de camino hacia nuevas promesas… En realidad, para entender que el Éxodo es un relato de perdón hay que remontarse en el tiempo hasta la historia de José, por la cual Israel desciende a Egipto.

  1. Los Éxodos del relato de José

En el Antiguo Testamento hay muchas historias donde Dios perdona. Pero no abundan los perdones entre hombres. El perdón fraterno por excelencia está en la historia de José y sus hermanos, aunque aparece también entre Jacob y Esaú. Algún profeta, como Oseas, vive en su carne el perdón a la esposa. Son prefiguraciones del perdón final que acaecerá en Cristo.

La historia de José y sus hermanos nos revela por qué fue necesario un Éxodo, y por qué ese Éxodo no es solo una salida de Egipto, sino un regreso a Israel, a la tierra de los padres. El camino de Israel a Egipto está marcado por un crimen. Esta es la razón de que Egipto acabe siendo casa de esclavitud. El crimen no es radical, porque no acaba con la muerte de José. Gracias a la intervención de Rubén, el primogénito, y de Judá, se abre un rayo de esperanza que no se apaga en toda la historia.

La razón que dan sus hermanos para salvar la vida a José consiste en que éste “es nuestra carne” (Gén 37,27). Es decir, este ha nacido en nuestra misma familia y proviene del mismo origen paterno. Compartir el origen, la fuente común de la vida, resulta entonces garante para que la esperanza siga latiendo, a pesar del odio. Recurrir a esta fuente será decisivo también para practicar el perdón.

A la vez, el crimen toca especialmente a Jacob, el padre de los doce. La muerte es real sólo para él, que ve la túnica manchada de sangre y cree que lo han despedazado. Así que el crimen contra el hermano José es en el fondo un crimen contra el origen, contra el padre. Al envidiar la predilección del padre, se termina por herir al padre, que se considera fuente de injusticia.

José es el primero que desciende a Egipto. Le van a seguir luego sus hermanos. Y éstos van y vienen, en una serie de éxodos, con el fin de conseguir el perdón.

La historia es conocida. El hambre fuerza a Jacob y a sus hijos a buscar trigo en Egipto. José les reconoce, y enseguida se decide por intentar el perdón. Intentarlo, porque el perdón no es fácil ni va a salir gratis. Le costará lágrimas a él y a los suyos. Y es que perdón no es simple amnesia que olvida. Olvidar el mal del hermano significa ningunear al hermano y la relación con el hermano. Al contrario, el perdón se toma en serio el mal cometido por el hermano porque se toma en serio al hermano. Tampoco el padre de la parábola ahorró al hijo pródigo el mal trago del arruinamiento.

Perdonar requiere tiempo, porque requiere volver a plasmar la memoria, aprender a ver de otra forma nuestro pasado. Por un lado, el culpable necesita ver su culpa de manera diferente, reconociendo su mal. Los hermanos vuelven a su tierra, pues José les pide que traigan a Benjamín con ellos. Es el primer éxodo liberatorio, porque van a experimentar el mal que han hecho a su padre al quitarle a José. En efecto, ahora tienen que llevarse a Benjamín, lo que sería llevar a Jacob a la tumba. Del trance salen nuevos. Ya no tomarán a la ligera el dolor causado.

Tras este primer éxodo empieza un segundo. José, tras encontrarse de nuevo con sus hermanos, esconde en el saco de Benjamín la copa del rey. Cuando ya regresan de Egipto, manda un guardia a registrarles para inculpar al hijo menor. La ocasión sirve para desvelar la generosidad de Judá. Pues éste se ofrece como esclavo en lugar de Benjamín para que no sufra su padre. Si los hermanos culpables han aprendido a reconocer su culpa, José aprende también a mirar a sus hermanos de otra forma. No son solo capaces de maldad, sino que pueden hacerse manantial de bien.

Tras estos dos éxodos ya está preparado el perdón, que ha exigido la transformación de José, y la de los hermanos. El tercer éxodo o regreso a casa es un regreso de alegría hasta Jacob, para anunciarle la buena noticia y traerlo a José (Gén 45,21-28). Pero queda, todavía, un cuarto éxodo.

En efecto, Jacob, que se ha reencontrado con José, pide ser enterrado con sus padres, y allí le llevan sus hijos, tras embalsamarlo. Israel vuelve, pero no así el pueblo de Israel. El círculo, por tanto, no se cierra. Los hermanos temen que ahora, muerto el padre, llegue la venganza de José para hacer justicia. José les tranquiliza, pues él no es Dios (Gén 50,19), es decir, no tiene poder para sanar del todo la culpa.

Dios, es verdad, no ha estado ausente en este perdón de José. Si es posible reconocer el mal propio, es porque entendemos la seriedad de nuestras acciones, ya que en ellas se juega una relación con Dios. Y si es posible esperar en el hermano, es porque descubrimos a Dios como origen de la alianza con el hermano.

Pero Dios tiene que hacerse presente de una forma nueva para que el perdón llegue a su totalidad. Pues el perdón tiene algo de acto creativo. Regenera las fuentes de la creación, reabre su manantial. Nuestros perdones, por grandes que sean, como lo fue el de José, no son capaces de llegar a esta raíz. El pecador hiere más hondo que adonde alcanzan por sí solos el arrepentimiento o la misericordia. De ahí que sea necesaria la súplica al Señor: “perdona, para que podamos perdonar”.

El círculo, por tanto, no se ha cerrado. Y la historia de José termina con el Pueblo Israel lejos de la tierra patria donde están sepultados sus padres. ¿Qué esperanza queda para volver? El cadáver de José, es cierto, no se lleva de regreso a la tierra de los padres. Pero a José tampoco se le entierra en Egipto, sino que su cuerpo se embalsama en un sarcófago. Todo queda listo para un nuevo éxodo, que solo Dios logrará poner en marcha: “cuando Dios os visite, os llevaréis mis huesos de aquí” (Gén 50,25).

  1. El nuevo Éxodo, hacia los padres

San Agustín, en un sermón de cuaresma (Sermón 209), dice que hay tres causas por las que no perdonamos: somos dejados, obstinados o soberbios. Entendemos la obstinación, que “no quiere conceder el perdón cuando se le suplica”. Y también la vergonzosa soberbia, que “desdeña pedir perdón”. No solemos prestar atención a la dejadez, por la cual uno “se olvida de poner fin a las enemistades” (Sermón 209).

Es una tentación sutil: no comprender que necesitamos perdonar, porque está en juego la relación con el hermano, que nos constituye por dentro. Nos resulta más fácil entender la necesidad de ser perdonados. Pero si no perdonamos, queda también algo roto en nuestro interior. Y lo mismo si no recibimos el perdón. Ofensor y víctima están por tanto atados, girando uno en torno al otro, necesitándose mutuamente y con dificultad para abrirse el uno al otro.

Este olvido es lo que le sucede a Israel en Egipto. Llega un faraón que no conocía a José, nos dice el texto, y que va a oprimir a los judíos. Pero el problema mayor es que Israel mismo ya no conocía a José. No conocía, por tanto, que quedaba una deuda por saldar y un perdón necesario, para poder volver a la tierra prometida donde reposaban sus padres. José termina su vida consolando a sus hermanos: “Dios os recordará” (cf. Gén 50,24). Y eso, aunque las doce tribus no recuerden a su Dios.

A esta luz puede leerse el Éxodo como una búsqueda del perdón radical, para que el perdón alcance a lo más hondo, devolviendo al pueblo a la tierra y a sus padres. Es como si Israel dijera: “sí, me levantaré, volveré junto a mis padres…, que es volver junto al Dios de mis padres”. Sus padres son sus orígenes, son Abrahán, Isaac, Jacob. Y los orígenes permiten reconocer al origen: su Padre es el Señor Dios. Cuando uno se reconcilia con sus orígenes y con su origen, puede reconciliarse con sus hermanos, que proceden de ese mismo origen.

Así que Dios no solo abre a Moisés la esperanza de la liberación, sino la esperanza del regreso: “soy el Dios de tus padres” (Éx 3,6). Y este regreso es posible porque la relación del Pueblo con sus padres no se ha llegado a romper. Se trata de una relación más honda que el pecado que han cometido, más honda incluso que el olvido que les ha adormilado. Por eso les vuelve a llamar Dios, que es el Dios de sus padres, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios Creador.

Por eso el Éxodo entero queda bajo el signo de una paternidad. Recordemos el nacimiento de Moisés en las aguas, cuando el Faraón quiere matar a todo niño. Y también la plaga décima que recapitula todas y acaba con los primogénitos. En este contexto se sitúa la muerte del cordero, que rescata a los hijos mayores de Israel. Y se llega así al paso del Mar Rojo, que es otro nacimiento a través de las aguas, similar al de Moisés niño. Y luego, en el desierto, se aprende a recibir la vida de Dios, por el agua y el por alimento, reconociéndole como Padre. Y un gran reto es reconocer la paternidad de Moisés, derivada de la de Dios: es en ella donde tienen el espejo del origen, y no en el becerro de oro, espejo de ellos mismos.

Esto significa que la relación con el Padre está mediada por una presencia concreta. Está mediada también por la tierra prometida donde están enterrados sus padres. Su tentación primera ante esta tierra consiste en maldecirla, porque es demasiado difícil conquistarla. Y al maldecir la tierra maldicen sus orígenes, maldicen al Origen, y tendrán que peregrinar todavía otros cuarenta años. La reconciliación con Dios es una reconciliación con la paternidad concreta, y es también reconciliación con la propia tierra, y por tanto con el propio cuerpo, que es testigo del don del Creador. Solo de este modo acontece la liberación de Egipto, solo de este modo Egipto deja el corazón de los israelitas que habían dejado atrás Egipto.

En el horizonte se perfila la figura de Jesús, mismo nombre que Josué, quien introduce al Pueblo en la tierra de sus padres, tras cruzar el Jordán. El gran reto es, para Israel, aceptar el perdón del Padre, y aceptar perdonar a los padres, que reposan en la tierra, reconciliándose con los orígenes. Así acaba Malaquías, en el último versículo del Antiguo Testamento: “convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, el corazón de los hijos hacia los padres”, lo que equivale a alejar todo castigo y todo mal (Mal 3,24).

Cristo, en el horizonte último de la Cuaresma, traerá el perdón del Padre, y nos permitirá reconciliarnos con todos nuestros padres, hasta Adán. San Agustín, considerando la genealogía de Jesús según Lucas, cuenta setentaisiete eslabones. Y relaciona este número con la pregunta de Pedro a Jesús: ¿cuántas veces tengo que perdonar? Pues Jesús respondió, según Agustín: “setentaisiete”. Esto significa, según Agustín, que el perdón de Cristo regenera a nuestros orígenes más último, borrando toda la culpa acumulada desde el principio de nuestra historia. Podemos así acoger y amar toda nuestra vida con corazón grato, y aquí puede incluirse también el mal que los otros nos hicieron. No hay culpa ni hay herida que este manantial no regenere.

  1. Nuestros perdones

Hemos visto, pues, que el Éxodo, clave de la Cuaresma, es un camino de perdón. Además, se entiende que la Cuaresma es camino para ser perdonados solo en la medida en que es también camino para aprender a perdonar a quienes nos han ofendido. Pues acoger el perdón de Dios es aceptar todas las mediaciones por las que este nos llega.

Un primer vistazo puede dirigirse al perdón hacia aquellos que nos han sido padres, y a las heridas que han dejado en nosotros. En un tiempo de familias quebradas crece esta necesidad, no solo de perdonar a los hermanos, sino de perdonar a quienes nos dieron la vida. Recuerdo una encuesta a personas que, de niños, habían sufrido el divorcio de sus padres. Como adultos necesitaban perdonar a quienes eran sus orígenes

Ayuda pensar que todo padre causa siempre heridas, porque intenta generar en nosotros la libertad, que abre caminos. El rencor ante el padre revierte en dificultad para entender el crecimiento a que el padre nos llama. Por eso Dios se revela como Dios de los padres, porque esta fue la misión de ellos: abrir la vida (en cierto modo, desgarrándola) hacia el manantial primero. A quien descubre el manantial originario, le es posible perdonar a los padres.

Así que el Éxodo nos hace reconocer que esa herida que está en nuestros orígenes no es solo ruptura, o mejor, que es ruptura por la que nace un manantial, como al quebrar Moisés la roca en el desierto brotó de ella agua. Unir la grieta dolorosa con el agua de vida es salvar la paternidad y reconciliarse con ella. Cristo ha sellado esta unidad de herida y agua cuando ha hecho de su corazón roto una herida-manantial.

Desde esta herida de la paternidad se iluminan otras heridas. Está la herida fraterna, que nace de la herida del padre. Pues va marcada por la envidia, es decir, una falta de visión (in-vidia: “ver en contra”) ante el hermano. Para perdonar al hermano hay que verlo unido al mismo padre, y hay que reconocer la bondad de nuestro origen común. Desde este origen común puede mirarse al hermano como partícipe de un destino común, como alguien que pertenece a mi misma plenitud. Es decir, puede verse que la herida en la relación con el hermano es herida en relación con nuestro destino. La cuaresma es camino para reavivar el destino que acomuna a los hermanos hacia la misma tierra.

Más fácil parece superar el rencor ante los hijos. Ya que va de oficio para el padre sobreponerse a la ingratitud de los hijos. Y así David lloró ante la muerte de Absalón, sin considerarlo su enemigo. Aprender a perdonar al hijo es tanto como aprender a ser padre. Atesoran perdón los padres para los hijos, y no al revés, podemos decir inspirándonos en san Pablo (2Cor 12,14).

Esto significa avivar la conciencia de nuestro pecado como padres. Recordemos el canon romano, cuando los sacerdotes, padres de los fieles, se describen a sí mismo con una definición preciosa de su ministerio: “nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia”, confianza que nos mueve a pedir el ingreso en la asamblea de los santos apóstoles y mártires.

Tal vez el perdón más difícil ocurre ante la infidelidad esponsal. Pues aquí se atenta contra el relato común, elegido libre y mutuamente, y que abarca toda la vida. El perdón tiene un recurso: acudir a la promesa esponsal, que se realizó desde estratos fundantes, más estables que el querer de los cónyuges. Si fue Dios quien unió a hombre y mujer, Él puede lograr que esa unión se restablezca, a pesar de toda ofensa que nace del corazón de hombre y mujer.

El sacerdote o religioso puede sentir esta traición cuando se siente abandonado por su comunidad, por su familia religiosa, que es parte de la Iglesia y que toma rostro de esposa. El camino pasa por devolver rostro de familia a lo que nos parece tal vez solo fría institución. Es clave recurrir a María, donde sucede la Iglesia y en donde se arraigan todos sus ámbitos. El perdón es posible si se atisba una presencia buena originaria, sobre la que se apoyan y crecen las demás relaciones.

Para este camino cuaresmal de esperanza, esperanza en el perdón, puede ayudar un aspecto del sacramento de la penitencia. A diferencia del bautismo, en la penitencia los actos del penitente entran en el sacramento, se hacen parte de él. Esto puede llevar a pensar que la penitencia es menos potente que el bautismo porque es necesaria la confesión y la satisfacción. Sin embargo, bien mirado, resulta al revés. Pues esto quiere decir que el penitente tiene dignidad de hijo, y por eso sus actos pueden entrar en el sacramento.

Notemos que los tres actos del penitente (la contrición, la confesión, la satisfacción) pueden ligarse a las tres virtudes teologales: caridad, fe y esperanza, en este orden. La satisfacción corresponde a la esperanza, porque es esperanza en la acción del hombre, que se hace protagonista para enderezar su propia historia, colaborando con Dios.

Camino del Éxodo, camino de cuaresma, es camino donde actúa la providencia de Dios. El perdón, con la fuerza que tiene para enderezar lo pasado, nos ilustra sobre esta providencia divina, que encauza también la historia. Cuando José reitera el perdón a sus hermanos, pronuncia esta frase: “Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso, como hoy somos” (Gén 50,20). Perdonar es unirse a la acción de Dios, que transforma el mal individual en un bien común. Pues si el pecado disgrega a los individuos, el perdón reúne al pueblo nuevo. Y así el camino de cuaresma es camino de esperanza, una esperanza que purifica el pasado para reabrir el porvenir.

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