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Esperanza desde el momento presente

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Esperanza desde el momento presente

La esperanza, dice Benedicto XVI en Spe Salvi, se ilumina desde el juicio final. Es decir, el juicio genera esperanza. Esto nos extraña. Pues parece que el juicio final es causa de temor, no de esperanza.

Preguntémonos cómo une Benedicto el juicio y la esperanza. El juicio indica que Dios tiene poder para hacer finalmente justicia, de modo que el pasado pueda mirarse otra vez con paz y no como un grito sin respuesta de las víctimas. Es decir, el juicio significa que Dios tiene poder para enderezar la historia que nos ha precedido.

Pues bien, si Él podrá hacer eso al final de la historia, tal poder existe también en nuestro presente: no existe pecado alguno, por grande que sea, que Dios no pueda purificar; no hay renglón torcido que Él no pueda volver del derecho. En cada momento todo puede empezar de nuevo, como decía el poeta: “hoy es siempre todavía”. Y, por eso, el juicio engendra esperanza.

La esperanza, a la luz del juicio, toma la forma de una oportunidad nueva, de una renovación, de una poda que, al cercenar lo muerto, libera nuestras fuerzas creadoras. Del Purgatorio, lugar de juicio, Dante sale lleno de esperanza, y puede concluir con estos versos:

“yo retorné de la santísima onda [el agua que evoca el bautismo]
vuelto a nacer como las plantas nuevas,
regeneradas con nueva fronda,
puro y dispuesto a escalar las estrellas”.

Si la esperanza, a la luz del juicio, implica que se puede recuperar el tiempo perdido, entonces la esperanza tiene que ver también con este comienzo del año, símbolo de una vida nueva. Si a partir de ahora te acercas a Dios y te entregas a Él, entonces todo tu pasado puede ser incluido en una historia más grande a cuya luz se purifique de modo que este momento sea inicio de cosas grandes. La esperanza tiene mucho que ver con nuestra capacidad de decir: “ahora empiezo”. Y por eso la esperanza está clavada al momento presente.

Para ver esta relación de la esperanza, no solo con el futuro, sino también con el presente, vamos a seguir las lecturas del tercer domingo del tiempo ordinario del ciclo C, donde se proclama a san Lucas. Aunque es el tercer domingo, se trata en realidad de un comienzo del tiempo ordinario, después de las tres epifanías de los Magos, el Bautismo del Señor y las bodas de Caná.

La fuerza del presente como renovación aparece en la primera lectura de Nehemías (Neh 8,2-10) y en el episodio de Jesús que da inicio a su ministerio en la sinagoga de Jerusalén, según nos narra san Lucas (Lc 4,14-21). La epístola, por su parte, nos presenta a la Iglesia como cuerpo de Cristo del cual somos miembros (1Cor 12,12-30). Sigamos estos tres momentos para entender la relación de la esperanza con el presente.

1. Desde Dios, cada hoy es “¡ahora empiezo!” (nunc coepi!)

El principio de año es momento de renovación. Existe la práctica de hacer propósitos, y es proverbial la dificultad para mantenerlos. Pues bien, como decíamos, la esperanza permite un presente nuevo, en el que se puede decir: “ahora empiezo”.

Esta capacidad de renovación está inscrita en nuestro tiempo, ya desde la alternancia del día y de la noche. Nuestra vida sería muy distinta si no despertáramos cada mañana a un nuevo día, con lo que tiene de frescura y de novedad. Como reza la liturgia de las horas: “El hombre estrena claridad / de corazón cada mañana / se hace la gracia más cercana / y es más sencilla la verdad…” Y esta novedad ocurre cada domingo, cada principio de mes o de año y nos transmite la experiencia constante de que es posible recomenzar.

Es esta la novedad que aparece en el libro de Nehemías (Neh 8), cuando el Pueblo renueva la alianza. Israel ha vuelto del destierro y los libros de Esdras y Nehemías (que forman una unidad) nos han narrado ya cómo se ha reconstruido Jerusalén. Contra el orden lógico, que empezaría edificando las murallas y terminaría con el templo, el Pueblo ha seguido otro orden, que revela dónde están los fundamentos: primero el templo, luego los habitantes, y al final las murallas. Sólo desde Dios, desde el Templo, irradia la vida nueva. Sólo Él es principio de genuina renovación. Sin el Dios de Israel, que está vivo e interviene en la historia, los tiempos acabarían girando sobre sí mismos, como imaginaban los pueblos paganos.

Pues bien, una vez que se ha reconstruido la ciudad, Esdras proclama el libro ante la asamblea. No se nos dice quién ha reunido a la asamblea. Como es propio de todo el culto de Israel, la asamblea ha sido reunida por Dios, y Esdras se limita a proclamar la palabra, recordando precisamente esta llamada de Dios.

Esta asamblea es necesaria después de que se hubiesen reconstruido los edificios del templo, las casas de los habitantes y las murallas. Estaba hecho el cuerpo, pero faltaba el alma. El cuerpo es necesario: antes de poder renovar la alianza hay que contar con la tierra común, dada por Dios mismo y donde Él quiere habitar. Pues solo en ese lugar abierto por Dios será posible que se actualice el “hoy” de la alianza para Israel que vuelve del exilio. A la vez, para poder renovar la alianza hace falta releer el gran relato de la historia de Dios con su Pueblo. Sólo así pueden entender los israelitas que su nuevo inicio es en realidad la incorporación a un gran cauce, que mana desde un manantial muy hondo. Solo puede recomenzar quien sabe reconocer, es decir, agradecer.

Esta relación con el pasado se refuerza si vemos que, justo antes de reunirse la asamblea, Nehemías ordena hacer un censo del nuevo Israel (Neh 7). No se trata de un censo como el que hizo David, para contar sus ejércitos y su capacidad de recaudar impuestos, y que no gustó nada a Dios, porque indicaba que el rey confiaba en su propia fuerza, y también que el Pueblo era su esclavo.

En Nehemías se trata de un censo opuesto, un censo para poder adorar a Dios, para reunirse como asamblea en el Templo. Es un censo que tiene como origen la acción de Dios que nos hace hijos, es decir, es el censo de la familia de Yahvé. De hecho, el censo muestra que se trata de familias que proceden del antiguo Israel, el que atravesó el Jordán y recibió la tierra. Es decir, la historia que proclama Esdras es la misma historia de quienes escuchan la palabra, una historia a la que han sido infieles y a la que pueden reincorporarse. Por eso la lectura es una llamada a la conversión.

La Palabra hace efecto en los oídos de los israelitas, es decir, se actualiza en ellos. Y el efecto es que todos rompen a llorar. Parecerá raro, pero este llanto es signo de esperanza. En efecto, como sabemos el llanto no denota solo tristeza. El llanto consiste, más bien, en un retorno a la intimidad, que ocurre cuando se toca lo interior, cuando se toca el corazón. Por eso puede haber llanto sereno de alegría o, como en este caso, llanto de esperanza, porque toda fuerza de renovación nace de ese regreso a sí mismo, a la importancia de la propia vida desde el amor que nos ha elegido y generado. Por el contrario, una risa estentórea puede ser signo máximo de desesperación, cuando esa desesperación se quiere comunicar al mundo y convencer a todos de que no hay salida.

El llanto de esperanza del Pueblo, al tocar el corazón, descubre lo más íntimo de este, descubre a Dios como protagonista de la historia. Y entonces puede traducirse en gozo, como dice Esdras: “No hagáis luto ni lloréis, porque este es un día consagrado a nuestro Dios”. Lo que transforma el llanto del arrepentimiento en gozo del nuevo camino es el día santo de Dios. Se evoca así el puesto del Sábado en la creación, del séptimo día que está en el centro de la semana, y que no es solo el día del descanso, sino también el día de la redención del mal. Es el día en que Dios puede recrear el mundo y enderezarlo de nuevo hacia su destino último, precisamente porque Dios se ha complacido en su creación y no quiere que esta se pierda. El llanto pasa así al gozo, que no es carcajada, sino una alegría que, como el llanto, toca el corazón y lo abre a la alianza con Dios en la asamblea del Pueblo. Este gozo, al reconocer a Dios, es fuerza y energía para reiniciar la vida, como exhorta Esdras, con una palabra que se usa en la liturgia de la Misa: “¡Que el gozo en el Señor sea vuestra fortaleza!”

Y brota entonces el grito: “¡Ahora empiezo!” La esperanza hace posible que cada momento de la vida pueda ser un nuevo inicio. Quien tiene esperanza puede proclamar este “nunc coepi” cada día. Así se ha leído en la tradición un verso del salmo 77. En este salmo el orante se queja, pues Dios parece haber abandonado a su Pueblo:

8«¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
9¿Se ha agotado ya su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
10¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad,
o la cólera cierra sus entrañas?»
11Y me digo: «¡Qué pena la mía!
¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!»

El versículo 11 (“y me digo: ¡qué pena la mía! se ha cambiado la diestra del Altísimo”) se tradujo de otra forma en la Vulgata, la Biblia en latín que leían los Padres de la Iglesia. Resulta que cambiando una letra a la primera parte del versículo, la traducción sale así: “me digo: ahora empiezo (nunc coepi), se ha cambiado la diestra del Altísimo”.

De este modo San Agustín puede unir el “nunc coepi” de Sal 77,11 a las palabras que siguen en el salmo: “se ha mutado la diestra del Altísimo”. Agustín comenta que, si podemos empezar de nuevo, si hay un nuevo “ahora”, no es por nuestra fuerza de voluntad. Los propósitos nuevos del año no vienen de que por fin pasemos página, sino de que Dios ha cambiado su diestra, de que Él mismo pasa página, porque no olvida su misericordia. De Dios, por tanto, procede la iniciativa de todo lo cabalmente nuevo en nuestra vida, como prosigue Agustín: “así como nadie puede llevar a plenitud el bien sin el Señor, así tampoco puede empezar nada nuevo sin el Señor” (Contra duas ep. Pelag. II 10,23). Por eso el “nunc coepi” no es solo expresión de nuestro buen ánimo y de nuestro deseo de recomenzar, sino expresión de que la diestra del Altísimo se cambia para nosotros, ahora, en este preciso momento, de modo que podamos vivir vida nueva.

San Gregorio Magno leerá en este verso una invitación constante del camino humano. Pues quien dice “ahora empiezo” es el salmista David, es decir, un alma casi perfecta. San Gregorio deduce que, si no queremos abandonar la vía del bien, tenemos que estar dispuestos a comenzar cada día (Moralia 22,4). Dice “ahora empiezo” precisamente quien está más cerca de la meta, porque la virtud de la esperanza crece cuanto más nos apoyamos en Dios, cuanto más le dejamos a Él recomenzar su obra en nosotros. Y espera más en Dios aquel que más recorrido ha hecho hacia Él. San Buenaventura, en esta línea, (In Lc 9,23,38), pone estas palabras en boca de san Francisco, cuando muere, como si estuviera todavía en su noviciado. Y recordamos lo de san Bernardo: “no avanzar en la vía del Señor, es retroceder” (“in via Domini non progredi est regredi”).

Volvamos a san Agustín. “El hombre fue creado para que hubiera un inicio”, dice el Santo comentando el Génesis. Propio del hombre, entre los seres creados, es que con su acción puede empezar algo nuevo. Desde su exégesis al “nunc coepi” podemos completar ese pensamiento: para que haya ese inicio, para que pueda decirse “nunc coepi”, “ahora empiezo”, es necesario que Dios mismo lo propulse. Por eso este momento de esperanza en lo nuevo solo puede ser un momento de conversión, de volverse hacia el amigo que puede hacer del presente un salto adelante que nos transforma. Este salto adelante llega a su plenitud en Cristo, a quien volvemos ahora la mirada.

2. Jesús, en la sinagoga de Nazaret: todo se juega en el “hoy” (Lc 4)

“Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Las palabras de Jesús en la Sinagoga completan la renovación que sucedió al Pueblo en tiempos de Nehemías. Si se puede decir “ahora empiezo”, si el hoy puede ser momento de renovación de lo pasado y de apertura al futuro, entonces cada “hoy” cobra un espesor singular. “Hoy” no es ya solo el instante fugaz, como agua que se nos va entre las manos, sino que el “hoy” es la realidad más intensa.

Es propio de nuestra época la incapacidad para habitar un lugar concreto del espacio y, en paralelo, la incapacidad para saborear el momento presente del tiempo. Esta escena es muy característica: sucede algo admirable, algo que llama la atención, como la sonrisa de un niño o la sorpresa de un ciervo en el bosque, y en vez de detenernos a mirarlo, sacamos el móvil para hacer una foto. Se quiere así tal vez retener el presente, pero en realidad se pierde, y la vida se transforma en fotografía muerta.

Es propio de la esperanza secularizada moderna que ha buscado el futuro con tanto anhelo que al final ha olvidado el presente. El marxismo, por ejemplo, enseñaba a sacrificarlo todo por un estado de justicia que llegaría a otras generaciones. Ese estado final justifica todo, de modo que lo presente vale solo en función de lo que se alcance. La fe en el progreso técnico, que todavía inspira a los hombres de nuestra época, implica algo parecido: toda acción se justifica si contribuye a hacer mejor el mundo, y este es el único criterio de nuestro obrar presente. Pero de este modo el presente pierde realidad, ya es solo un escalón hacia lo futuro, ya no tiene interés en sí mismo y hay que pasar enseguida página. 

En la visión cristiana de la esperanza todo cambia. La esperanza cristiana no es solo apertura del futuro, sino también apertura del presente. Y es que la esperanza cristiana no trabaja solo por un mundo mejor, sino por un mundo que viva unido a Dios, anclado en Él. Pero para que esto sea posible Dios tiene que estar al inicio del tiempo, propulsándolo, y tiene que ir guiando el tiempo hacia su plenitud, pues el tiempo, por sí solo, no puede llegar a Dios. Por eso la esperanza cristiana no desprecia el presente, pues en el presente está actuando ya Dios, estamos ya con Dios, vivimos ya la concordia con Él que es parte de la plenitud a la que nos guía. No hay cambio de sustancia entre estar de viaje con el amigo (presente) y estar con el amigo en casa del amigo (el futuro en que llegaremos a la patria).

Esto es precisamente lo que ocurre en la sinagoga de Nazaret, donde Cristo proclama al profeta Isaías y, al terminar, anuncia: “hoy se cumple esta Escritura en vuestros oídos” (Lc 4,21). De este modo hace del “hoy” el criterio para que tenga valor todo el pasado y para que pueda también tener valor el futuro, si caminamos a su luz mientras dura la luz del “hoy”. Este “hoy” es la clave para dar consistencia a la esperanza que anuncia Jesús: “evangelizar a los pobres, anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19).

En efecto, Jesús trae esta esperanza porque se presenta como ungido por el Padre. De este modo en Él se hace presente la acción de Dios que actúa para llevar el mundo a su plenitud. Cristo es quien nos asegura que el destino del mundo es Dios mismo y Cristo es quien lleva este mundo a Dios. De este modo, Él salva todos nuestros presentes, como momentos de renovación donde Dios puede irrumpir para que digamos “ahora empiezo”.

Entonces, la densidad del presente nace de la relación de nuestro tiempo con el tiempo de Cristo. Todas las épocas de la historia cuentan y son importantes, porque todas pueden ponerse en relación con el tiempo de Jesús, porque Jesús las toca y las transforma a todas, y las endereza hacia su meta en Dios. El presente resulta ser momento de la presencia del Señor Jesús, y por eso es siempre momento de esperanza, porque la presencia de Cristo nos ofrece crecer en ella, como se crece en una amistad.

La fuerza de este “hoy” de Cristo se halla también en la tradición exegética del “nunc coepi”, como atestigua Casiodoro (Expositio Psalmorum 76,220). Casiodoro aplica a Cristo este cambio, pues Cristo es la “diestra del Altísimo”, que nos ha mutado de siervos a hijos, y que nos permite un nuevo inicio en este momento presente, en este “hoy”.

El poeta español Luis Rosales recordaba en un verso la frase que le repetía su padre: “El día de hoy será tu herencia, lo que trabajes el día de hoy será tu herencia y nada más,
porque todo se logra y se pierde en un día” (La casa encendida). Por un lado, que todo se logre en un día es motivo de esperanza. Por otro, que todo pueda perderse en un día sería motivo de temor. Pero la esperanza vence, porque esta pérdida o ganancia no depende solo de nosotros, sino de alguien que lo ha ganado todo en un día y a quien siempre es posible regresar, aun cuando lo hayamos perdido todo. El “hoy” pronunciado por Cristo, su capacidad para decirnos de dónde viene y adónde va la historia, su modo de vivir el tiempo, ha devuelto su dignidad al tiempo presente y nos permite vivir seriamente cada momento de la vida. Por eso en este “hoy” está todo, está la posibilidad de comprender la vida, está la posibilidad de guiarla a su plenitud. Al darnos a Cristo, a quien la tradición ha llamado “Día”, nuestro Padre nos ha dado como herencia el día de hoy.

Fijémonos en que Cristo se presenta como “hoy” nuevo, donde todo llega a plenitud, justo en Nazaret, es decir, en aquel lugar donde ha vivido los “hoy” cotidianos de su vida de familia y trabajo. Es como si quisiera mantener unido la plenitud del tiempo con el tejido de las pequeñas historias cotidianas. El fracaso de sus paisanos vino de no querer hacer esta conexión, pensando que era imposible que en lo cotidiano cupiese ese “hoy” donde se cumplen todas las promesas del Padre.

De nuevo ocurre que, para recomenzar, es preciso reconocer. Este es el escándalo cristiano. Los de Nazaret tropezaron aquí y no fueron capaces de llorar, como había hecho Israel al escuchar las palabras de Nehemías, o sea, no fueron capaces de reconocer lo que se habían perdido durante la presencia de Jesús con ellos, para poder recuperarlo con gozo en este regreso de Jesús a ellos.

A nosotros, el “hoy” que nos proclama Jesús nos invita a entender cómo ha estado Él presente en nuestro camino hasta este nuevo año de 2022, y cómo se nos ha escapado su paso entre nosotros. Nos invita así a llorar, pero con un llanto gozoso, porque este “hoy” de Cristo nos dice que es posible recuperar el tiempo perdido, que es posible decir, “ahora empiezo, porque en Cristo se ha mudado la diestra del Altísimo”.

Y podemos escuchar lo que decía el clásico: “carpe diem”, agarra el día presente, el ahora que pasa. Pues el gran “Día” es Cristo, a quien los Padres llamaban “Día”. “Carpe diem” significa, entonces: “agarra a Cristo”, a Cristo que pasa y que te llama en este presente. Y el lugar donde Cristo pasa nos lo revela san Pablo en la epístola.

3. La Iglesia que nace de los sacramentos: la comunidad del “hoy” (1 Cor 12)

Para vivir este “hoy” en su plenitud, para vivirlo como “ahora empiezo” y como “en este hoy está todo”, no se nos abandona a nuestra suerte. La lectura de san Pablo nos indica el lugar donde se puede vivir así. Es la Iglesia, cuerpo de Cristo donde somos miembros los unos de los otros y, por tanto, donde podemos vivir juntos el “hoy” de Jesús. Esto es así porque este cuerpo de la Iglesia nace desde el cuerpo de Cristo entregado en la Eucaristía. De este modo, teniendo en el centro la Eucaristía, la Iglesia es el lugar donde el “hoy” de Jesús llega a nuestro “hoy” y lo incluye en sí.

La primera aparición de Jesús en público está unida a la sinagoga de Nazaret, y así su “hoy” resulta ser el “hoy” de la liturgia. Entendemos entonces que en la Eucaristía no solo está presente su cuerpo y su sangre, sino que está presente el relato de su vida, de todos sus eventos, de todos sus “hoy”. Participando en la Eucaristía llegamos a ser contemporáneos de Cristo. Si Nehemías reconstruyó las murallas para asegurar el lugar donde pudiera habitar Israel, también necesitamos murallas que contengan nuestro tiempo, de modo que no se nos escape continuamente de las manos. Y estas murallas del tiempo son los sacramentos, y es la Iglesia que nace de los sacramentos.

Un ejemplo es la liturgia de la Epifanía. Allí se nos da una clave del año nuevo que empieza cuando se leen las grandes fechas de la liturgia del año, con la Pascua en su centro. De este modo se dice que el año, pase lo que pase en él, estará marcado por el tiempo de Cristo, que mueve la historia desde el Padre y hacia el Padre.

De hecho, si cada “hoy” puede vivirse más allá del instante que se desintegra, esto es porque hay comunión entre nosotros, porque hay una asamblea reunida desde el “hoy” de Dios mismo. La Iglesia no es solo una comunión de los que han decidido estar juntos, compartir un tiempo que cada uno ya tiene por su cuenta, sino que es una comunión que nace de la convocación de Dios, y que tiene un tiempo común a partir de esa convocación. El “hoy” del que habla Jesús no es la suma de muchos “hoy”, no es lo que sucede a quienes se encuentran juntos por causalidad en el mismo lugar a la misma hora, sino que es el hoy común del cuerpo de Cristo. Se puede comparar a una familia de hermanos que tienen una historia común, una historia que se mantiene desde la alianza de su padre y madre, la alianza que les ha generado a todos. Vivimos este “hoy” solo en cuanto nos abrimos al encuentro con Dios y los hermanos en este cuerpo. Esta pertenencia a la comunidad y a los sacramentos nos permite vivir de otro modo nuestro tiempo presente. Veamos algunos de sus rasgos.

Una primera cualidad de este presente de la esperanza es la atención, tan importante en nuestra época, que sufre globalmente de déficit de atención. San Jerónimo explicó el “nunc coepi” del Sal 77,11 insistiendo, como los otros Padres, en que esta novedad depende de la acción de Dios, de su “diestra” (Dial. contra Pel., II 19). Y refirió la novedad a dos cosas. Por un lado, al nuevo inicio de nuestro regreso a Dios, a nuestra conversión. Pero a esto añadió otro nuevo inicio: el nuevo inicio de la sabiduría, de una luz nueva que nos permite reconocer a Dios en nuestra historia y el camino que conduce a Él. Es decir, el “nunc coepi” es el inicio de una luz, lo cual implica que desde el presente se puede dar sentido a toda nuestra vida. Y si en el presente hay luz, merece la pena prestarle atención. Y se puede atender al presente porque el presente es interesante, porque no es un mero instante de paso entre una cosa y otra, sino que en él se nos da una presencia, la presencia de Cristo y de los hermanos, que la sabiduría reconoce. Nuestro tiempo presente cambia cuando está medido, no solo por los relojes, sino por las personas a las que encontramos. Porque en el presente no solo pasan cosas, sino que, sobre todo, pasan personas.

Esto nos lleva a una segunda virtud para vivir el presente. Se trata de la holgura, que ha analizado el filósofo Julián Marías (en El oficio del pensamiento). Hay holgura en lo económico, cuando no estamos calculando hasta el último centavo. Pero hay también holgura en lo vital. Es una holgura que falta en la sociedad que vivimos, que va siempre de prisa, palabra que viene del latín “premere”, estrechar. Una persona con holgura es la que no pesa cada segundo de su tiempo, sino que tiene la capacidad de ser generoso, de que en su tiempo quepa el encuentro, el servicio, la conversación. La holgura se refiere al hecho de que el presente no esté tan ajustado que no quepa en él tiempo “gratis” para Dios y para los hermanos. El domingo puede ser ese día de holgura, que permite una disponibilidad mayor, donde el tiempo no está medido solo por el reloj, sino por la presencia de Dios y los hermanos.

Esto nos lleva a un tercer rasgo para vivir el presente: la pertenencia. En el presente podemos morar solo si aceptamos nuestra pertenencia a un gran relato, a una gran historia común con principio y fin. La fidelidad al principio y al fin es lo que proporciona tejido a nuestra historia, donde cada presente no está aislado, sino que se une al resto de nuestra vida. Al anclarse a ese principio (por la memoria) y al tender a su fin (por la esperanza), el presente no es angosto, nos permite habitar en él, demorarnos en él. La Eucaristía y la Iglesia nos permiten pertenecer a este gran relato, y siendo fieles a él, siendo protagonistas en él, nos permiten vivir el presente con atención y con holgura.

Dante, como hemos visto, experimenta la novedad tras salir de las aguas que se comparan al bautismo o a la penitencia. En la penitencia vemos la relevancia que cobra cada “hoy” a la luz del juicio de Dios. Pues se trata de un sacramento de esperanza, el sacramento en que se puede decir: “ahora empiezo”, gracias a que “se ha cambiado la diestra del Altísimo”, y se nos ha ofrecido el perdón.

Sucede en la penitencia lo que a las parras cuando las podan: que recuperan su fuerza vital. Y es que la penitencia no solo mira al pasado, no solo elimina las manchas de los errores pretéritos, sino que vuelve a hacer presente en nosotros la pujante fuerza del bautismo y de su savia, que estaba obstruida por ramas añosas. En la penitencia el juicio genera esperanza, porque este juicio reabre el presente para que en él se inicie algo nuevo.

Como plantas podadas, aparecemos de nuevo llenos de nueva fronda. La pujanza regresa porque se han cortado las mil ramitas secas o enfermas en que se desperdigaba nuestro tiempo. Podar significa quitar las ramas no fecundas y concentrarse en aquellas donde late la savia del origen, de Dios. Y estas son precisamente las ramas que entroncan bien con las demás vides, aquellas donde se pone en juego el bien común.

De este modo, con la nueva fronda, nos prepararemos, igual que Dante, para escalar a las estrellas. Esta ascensión es posible, es incluso fácil, porque las estrellas son el lugar donde se encuentran nuestras raíces, donde está Cristo resucitado. De modo que el empuje hacia arriba, hacia el futuro, coincide con nuestra apertura al origen, a la savia. Y el cruce se da precisamente en el momento presente, en cuya holgura se anticipa ya lo eterno.

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