Tras las olas, ¿qué esperar?

Conferencia en la “Discipulada”, 22 de Mayo de 2021

La tradicional “Discipulada” es el momento para agradecer y honrar el don recibido por los discípulos que se extiende a nuestra gran familia. Y honrar el don es reconocer las promesas que lleva dentro, explorando su fecundidad en cada momento de la historia.

Nuestro momento es el de una pandemia paralizante, que es símbolo de otras parálisis que vive nuestra sociedad y también el cristianismo. La parálisis se asocia a un miedo para afrontar el futuro, como si nos resultara imposible inaugurar un porvenir. Y nace, por tanto, esta pregunta ante los dones recibidos: ¿cómo reactivar en nosotros el deseo, la ilusión y el querer, tan necesarios para reedificar lo que ha caído? La respuesta pasa por la esperanza.

1. La pandemia y la pregunta por la esperanza

La pandemia ha turbado nuestra vivencia del tiempo. Nos ha sucedido como al corredor confiado que de pronto encuentra un obstáculo y cae. Ahora bien, quien ha tropezado no ha sido un individuo concreto, sino toda una sociedad y un mundo.

Quevedo dice en un verso: “el tiempo, que ni vuelve ni tropieza”. Esto, que el poeta refiere al curso inexorable de las horas y los años, podemos aplicarlo a nuestra edad moderna, al progreso imparable en que hemos creído vivir. Y en efecto, este progreso, ni vuelve atrás valorando la memoria, ni se interrumpe en humillante tropiezo.

Ahora bien, resulta que el coronavirus ha supuesto un traspiés del progreso, acentuando así las dudas de nuestra época sobre el futuro. El tiempo, nuestro tiempo común, ha tropezado. Pongo un ejemplo del resbalón: “¿cuándo se jugará la Eurocopa 2020?” Respuesta: 2021 (ya que, en efecto, se conserva el nombre “Euro 2020”).

No sabemos si tal tropiezo será solo un accidente en la carrera del progreso, el cual, tras levantarse y sacudirse el polvo, continuará tan rampante. Pero, en todo caso, el tropiezo puede ayudar a revelar ciertas parálisis que el progreso produce en nosotros, bajo su aparente prisa. ¿Era tanta la seguridad progresiva en el futuro, cuando se ha ido al traste tan fácilmente, llenándonos de inquietud o miedo ante un futuro incierto? ¿Cómo hemos pasado tan rápido desde la confianza en un futuro que estaba en nuestras manos a la sensación de que el futuro no tiene que ver con lo que hagamos o dejemos de hacer cada día concreto?

Así es: este tiempo de confinamiento nos ha acostumbrado a la espera pasiva. El optimista piensa que saldremos pronto, el pesimista teme nuevos brotes y variantes. Pero en una cosa ambos coinciden: la salvación que se nos promete no tiene que ver con nosotros ni con lo que hacemos cada día. Si se nos libera será sin contar con el modo, bueno o malo, como trabajemos, amemos, descansemos. Otros (el estado, o la ciencia, o el internet) traerán las vacunas, buscarán modos de que sigamos trabajando, decidirán sobre confinamientos, y nos liberarán de ellos. Ya nos habíamos acostumbrado a ser pasivos ante las decisiones políticas, pero la pandemia ha hecho que nos veamos pasivos también cuando estas decisiones tocan nuestro horario concreto, nuestro rango de libertad, lo que comemos o bebemos, y hasta el saludo o la despedida que damos a familiares y amigos.

Planteemos, de nuevo, la pregunta. ¿Somos meramente pasivos ante el futuro, o podemos contribuir a que este florezca? ¿Y qué futuro está a nuestro alcance?

El cristianismo ha respondido a esta pregunta hablando de la virtud de la esperanza. Pues la esperanza es precisamente una virtud, es decir, una fuerza para obrar, lo que la distingue de la mera espera, como la que sucede en la sala del médico.

Esto distingue también a la esperanza del progreso moderno, ese que hemos visto tropezar en la pandemia, y que es un progreso en singular y, a veces, hasta con mayúsculas. En efecto, al confiar en el progreso, creemos que el futuro, al menos el futuro de la técnica, irá siempre a mejor, y eso nos tranquiliza ante los problemas venideros. Pero ¿dónde queda entonces el peso de nuestras acciones? ¿no se da ese progreso, como la salvación que esperamos de la pandemia, independientemente de lo que obremos?

En realidad, hay una pregunta decisiva cuando se habla de progreso: ¿y quién progresa? ¿cuál es el sujeto de este progreso? El progreso moderno, en realidad, se refiere a la acumulación de saberes y procedimientos que amplían las posibilidades de todos los que quieran utilizarlas. Esto significa que no le preocupa al progreso si mejorará o no la persona misma llamada a gozar de estas ventajas que el mismo progreso aporta. Al progreso no le preocupa, por ejemplo, si esa persona será honrada o no.

Y aquí yace una diferencia crucial con la esperanza, pues ésta se centra en la maduración de la persona y en su florecimiento como tal, preguntándose: ¿qué hace plena, es decir, grande y bella, nuestra vida? Y esta pregunta no puede responderse sin ponerse uno mismo en juego, de palabra y de obra, es decir, sin que la respuesta atraviese la acción de uno.

Añadamos que, mientras el progreso toca a cada individuo por separado, que puede o no hacer uso de la técnica que está a su disposición, la esperanza se declina siempre en plural, pues entendemos que nuestra propia plenitud no está en el aislamiento, sino en la comunión. La esperanza presupone que tenemos un fin común con los que nos rodean, es decir, que lo que está llamado a crecer y desarrollarse es nuestra vida juntos, nuestra comunión.

¿Podría renacer la esperanza tras la pandemia? La pandemia nos ha revelado lo que habíamos ya perdido desde hace mucho tiempo: nos falta impulso para vivir y construir la grandeza de una vida común. Vivimos de la inercia, movidos por otros, en último término por procesos anónimos, sin creernos protagonistas de nada. Lo que hacemos parece automatismo, seguir con lo de siempre, sin pensar si madura en ello, y cómo, una plenitud.

La pandemia, ¿podría ser un revulsivo hacia la esperanza? Una respuesta positiva se podría dar, por ejemplo, si en este tiempo, forzados a arriesgarnos por defender lo más precioso, hubiéramos descubierto nuestra capacidad para vivir hacia algo que nos supera. Pienso en lo que ha requerido esta pandemia en cuanto a lucha por las relaciones de familia y de amistad, lucha por el cuidado de los ancianos, la educación de los hijos, el culto a Dios…

Durante el confinamiento de marzo de 2020, enmudecidos los coches de la ciudad, se escuchaba bien a los pájaros. También la mudez pasajera del progreso podría dar lugar a que se escuche otro canto distinto, no solo el de la espera pasiva, sino el de la esperanza operosa. ¿Nos es dado, en nuestras acciones cotidianas, ir generando un futuro de plenitud?

2. Hechos de los Apóstoles: anunciar el evangelio en un mundo sin esperanza

Como imagen que nos guíe para entender la esperanza vamos a tomar la vida de san Pablo en los Hechos de los Apóstoles. Pues allí aprendemos que la esperanza no solo busca conservar lo que ya existía (mantener la normalidad), sino que se expande, empujando a la Iglesia a llevar al mundo entero lo prometido a Israel.

Esto es apropiado para nuestro tiempo, pues los Hechos de los Apóstoles no son solo el primer capítulo de la historia de la Iglesia, sino que más bien contienen simbólicamente, en la vida de los primeros Apóstoles, todo el camino y toda la misión de Ella hasta el final del tiempo.

Los Hechos son un libro de esperanza, porque su clave está en la resurrección del Señor, que el Espíritu ya nos participa por anticipado, y que va extendiéndose a todo el mundo. Al final del libro, Pablo repetirá que Él está en cadenas “a causa de la esperanza de Israel” (He 28,20), es decir, la resurrección de entre los muertos. El tribuno Festo resumirá así lo que preocupa a Pablo: “un cierto Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive” (He 25,19). Buen resumen de nuestra esperanza ante un mundo para quien Jesús ha sido sepultado (por eso se dice “post-cristiano”), pero a quien sabemos viviente.

El camino de la Iglesia en los Hechos se realiza entre los judíos y los gentiles, entre los hijos de Abrahán y David, y el ambiente griego. ¿Cuáles eran las esperanzas que nutrían aquellos hombres?

a) Tomemos, por un lado, a los griegos, que habían discutido y explorado mucho sobre la esperanza. Para ellos la esperanza pertenecía a los afectos principales del alma, junto al amor, al odio, al temor… En concreto la esperanza nos impulsa hacia un bien lejano, arduo de conseguir, pero que se considera posible, a nuestro alcance. La esperanza es entonces un ingrediente esencial de la vida humana, pues ésta vive siempre en tensión hacia lo futuro, viviéndolo por anticipado.

Pero, ¿cuál es la meta última de la esperanza? ¿Cómo evitar que cierre su horizonte o que le falte energía para llegar al bien esperado? Para que la esperanza madure sin desnortarse hace falta educarla, orientándola a la plenitud del hombre, a una vida grande y noble, de modo que no se pierda en pequeñeces ni sueñe lo ilusorio. Para ello ayudan principalmente dos virtudes: la magnanimidad y la magnificencia. La primera busca el honor, no como vanagloria, sino como excelencia para tender al bien, la verdad, la belleza. La magnificencia, por su parte, ordena y fomenta la esperanza en los bienes materiales, promoviendo la fecundidad de ellos en servicio de los hombres.

Aun aspirando a un gran bien, el juicio de Pablo sobre los griegos es que viven “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2,12). Tienen esperanzas, sí, y no solo de muchos bienes menores, sino incluso la esperanza de una vida eximia, propia del héroe. Pero, aceptando solo la medida humana, les falta una dimensión esencial de la esperanza, que la abre hacia Dios, hacia la unión con Él. Esta es la esperanza que propulsa todo el camino de san Pablo, y que se cumple en la resurrección de la carne. Por eso los filósofos griegos a quienes Pablo se dirige en el Areópago de Atenas, le abandonan cuando habla de la resurrección. Dante colocó a estos griegos en el limbo anterior al infierno, pues vivieron “con deseo, pero sin esperanza”.

b) Frente a las pequeñas esperanzas griegas encontramos la esperanza de los judíos. Los judíos cuentan, sí, con Dios, pero parecen haberle reducido a la medida de ellos, sin esperar en exceso de su potencia. Esto es claro para los saduceos, que veían la esperanza de Israel como meramente terrenal, sin aceptar la resurrección. Para los fariseos, por su parte, que aceptaban la resurrección, ésta resultaba ser la paga de los propios esfuerzos, con lo que se reducía a medida del hombre, y no según las capacidades del mismo Dios.

¿No fabricamos también nosotros una religión a nuestra medida, que da por supuesto a Dios, y no le deja desplegar en nosotros toda su grandeza? Pablo, por el contrario, se presenta como aquel que ha dado testimonio de la verdadera esperanza de Israel, que es la resurrección, pero no por mérito nuestro, sino porque Dios mismo ha enviado a su Hijo a justificarnos y santificarnos, comunicándonos la medida del Padre, que derramará su Espíritu sobre nuestros cuerpos mortales.

3. San Pablo: itinerarios de la esperanza

Ante judíos y gentiles se abre paso, pues, la novedad cristiana, que apunta a la resurrección. Pero cabe preguntarse: ¿es esta una esperanza solo ultraterrena? ¿qué relación tiene con aquello que podemos obrar aquí y ahora, con nuestro amor esponsal, con la educación de nuestros hijos, con la enseñanza a nuestros alumnos? ¿No sigue siendo una esperanza inaccesible, que solo nos puede llegar desde arriba, pero no transforma nuestro caminar por este mundo? La historia de san Pablo nos ayudará a responder, indicando el itinerario de la esperanza.

La esperanza desde el encuentro con Cristo: la conversión y la vocación de Pablo

La conversión de san Pablo es un momento clave de los Hechos, que luego se vuelve a narrar otras dos veces. La primera recoge la historia acaecida, según san Lucas (He 9). Las otras dos están en labios del mismo Pablo, como exhortación a los judíos (He 22), y a las autoridades de los gentiles (He 26).

¿Qué le sucede a Saulo en el camino de Damasco? Él no iba, como los de Emaús, desanimado y cabizbajo. Al contrario, cae al suelo cuando marchaba lleno de proyectos, con itinerario claro y decidido. En la tradición pictórica incluso se le derriba de un caballo, símbolo del poder y determinación del guerrero. Pues bien, justo entonces, cuando se quiebran los proyectos, cuando se interrumpe el progreso imparable del héroe, va a nacer la esperanza.

Vemos, en primer lugar, una apertura nueva de horizontes. Del “no” que entonces buscaba, Pablo pasa al “sí”, y a un “sí” universal. Pues, en efecto, ya no se empeñará por acabar con la amenaza contraria a su fe (un “no”), sino por expandir la fe de sus Padres, a través del Mesías Jesús, para que ésta llegue a todo el mundo (un “sí” universal”).

En segundo lugar, para que el horizonte se amplíe de esta forma hace falta que Pablo abandone una esperanza basada en su propio poder, como la de los griegos. La gran esperanza será ahora participar de la gloria que se le muestra en el Resucitado. Pablo se va a hacer portador del nombre de Jesús (He 9,15), es decir, de su relato y de su destino. Si Jesús se identifica con los cristianos (He 9,5: “yo soy Jesús, a quien tú persigues”) es porque los cristianos tienen también parte de esta luz y de este señorío que aparece en Jesús (“al ser perseguidos, vosotros os identificáis conmigo”).

Entendemos desde aquí por qué la conversión de san Pablo atraviesa todo el libro de los Hechos, narrándose hasta tres veces. No son repeticiones superfluas. Nos muestran cómo la experiencia de Pablo pertenece a su anuncio. Él no habla de un Jesús abstracto, sino de aquel a quien ha encontrado por el camino de Damasco. La verdad de la resurrección, de esta gran esperanza, se prueba por cómo se refleja en el relato de su Apóstol. La esperanza de Cristo no es para él solo, sino que se trata de algo capaz de comunicarse, de ser “esperanza para nosotros”. Por eso solo podemos dar testimonio de Jesús si lo unimos al testimonio de la grandeza que Él ha comunicado a nuestra vida.

Veamos un tercer rasgo de la esperanza. San Pablo describe a los Gálatas su conversión con estas palabras: “cuando Dios se dignó revelar en mi a su hijo” (Gál 1,15-16). Lo que ha ocurrido es, por tanto, no solo que Dios revela a Jesús a los ojos de Pablo, sino también que, en Jesús, Dios revela al mismo Pablo a los ojos de Pablo. Es decir, Dios revela a Pablo que Pablo es, en Jesús, hijo de Dios. Por eso el encuentro con Jesús supone para Pablo entender su vocación de hijo y abre su horizonte para que se dirija siempre hacia el Padre. Queda fijada la meta de la esperanza: el abrazo del Padre Dios.

Ahora bien, ¿cómo podemos pensar que esta meta es posible, para no desesperar de alcanzarla? La pregunta es decisiva, pues alcanzar al Padre no es dado a nuestras fuerzas aisladas. Para responder hay que entender que la esperanza no se apoya solo en nosotros, sino en alguien que nos ama y al que amamos, en un amigo que puede más que nosotros solos. Por eso Pablo se referirá luego a este momento como cuando “fue alcanzado por Cristo” (Fil 3,12).

Y entonces se propondrá él, por su parte, dar alcance a Jesús, apoyado en Jesús mismo. La caída del caballo es el principio de un viaje distinto, ya no fiado a la potencia del equino. El nuevo medio de transporte de Pablo será con preferencia el barco de vela, donde hay que abrirse a un viento que nos supera, el viento del Espíritu, el cual despliega ante nuestra proa horizontes más amplios. La verdadera pregunta hoy para la Iglesia no es ya “¿qué dices de ti misma?”, sino: “¿adónde vas?”, quo vadis?, y solo se responde desde el seguimiento de Cristo.

En suma, la esperanza se apoya en Dios como amigo para alcanzar lo que espera, que es el mismo Dios. Y esta amistad de Dios se nos ha hecho patente y posible en Cristo resucitado. Desde el resucitado podemos decir incluso que Dios tiene fundamento para esperar en nosotros, para confiar en que podremos llegar a la meta última.

Desde este momento la esperanza de Pablo pasa a ser una persona concreta: “conocerlo a Él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Fil 3,10-11). Ya no se espera solo algo que nos dará el amigo, sino que se espera que el amigo se nos de a sí mismo. Cristo pasa a ser el proyecto y la ilusión de Pablo, pues en Cristo se marcha hacia el Padre y se le encuentra.

En la pandemia podemos haber caído también del caballo, de la seguridad de nuestra marcha por el mundo, y así tal vez haber comprendido la necesidad de un ritmo diferente, que nos abre a una historia más grande que la nuestra y, de este modo, nos permite ser verdaderos protagonistas de ella. Pues, como nos muestra la conversión de Pablo, nuestra vida va hacia la resurrección de la carne, y cada vez que nos configuramos con Cristo nos acercamos a esa resurrección. De este modo entendemos que nuestras pequeñas obras cotidianas nos dirigen hacia la esperanza última, dando pasos concretos: en nuestra vida familiar o laboral, en nuestro descanso y fiesta, en nuestro empeño concreto por transmitir la fe. La historia de Pablo nos seguirá mostrando cómo es esto posible.

Lugares de esperanza: encontrar a Jesús en la Eucaristía

Fijémonos en otro aspecto de esta conversión de Pablo. Resulta que Jesús se aparece al Apóstol como cabeza del cuerpo de los cristianos: “yo soy Jesús, a quien tú persigues”. En esta frase se encuentra ya toda la visión que Pablo tiene de la Iglesia. El Señor puede identificarse con sus discípulos porque Él es la cabeza del cuerpo. Y esta unidad nace, según san Pablo, de la Eucaristía: somos uno con Cristo porque comemos del mismo pan. La Eucaristía es, por así decir, el lugar donde germina la esperanza, y por eso Pablo no deja de celebrarla a lo largo de toda su misión.

Impresiona, por ejemplo, el signo eucarístico (partir el pan) que cumple Pablo en su último viaje a Roma, cuando el barco está al borde del naufragio y todo parece perdido (He 27,35). Habrá que arrojar al mar la carga de trigo del barco, sí, pero todos los tripulantes, casi trescientos, salvarán la vida. Y notemos que el trigo, fruto del trabajo del hombre, no se ha perdido. Al contrario, en el partir del pan ha cumplido su destino último. Pues ha quedado integrado en la Eucaristía compartida por Pablo y su gente, para así salvar al hombre.

Esta última Eucaristía sobre la nave que se hunde cobra valor simbólico en nuestro tiempo de lucha, para la Iglesia agitada por las olas, pero que está segura de salvarse y de llevar salvación al mundo. Frente al “comamos y bebamos, que mañana moriremos” de los paganos (1Cor 15,32), pueden decir los de Cristo: “comamos y bebamos (el pan de vida y el cáliz de salvación), que mañana resucitaremos”. Toda nuestra comida y bebida (y en ella la ofrenda de todo nuestro amor, sufrimiento y trabajo) es así un paso en el itinerario de la salvación.

La Eucaristía es decisiva, decíamos, porque señala el lugar de la esperanza. Y en ese lugar ya estamos plantados, no tenemos que buscar otro. Nuestra esperanza no es la de un nómada que busca donde instalarse, sino la del árbol bien arraigado que ahora puede dar mayor fruto. Tenemos ya el lugar donde es posible, incluso es fácil, esperar. Trabajar por la esperanza es trabajar por expandir a toda nuestra vida lo que celebramos en la Eucaristía, ramificándola en prácticas de trabajo, de familia, de vida social, de ocio…

El arzobispo Charles J. Chaput ha escrito recientemente un libro de título: Cosas por las que merece la pena morir. Parafraseando, podríamos decir que tenemos en los sacramentos (desde la Eucaristía al matrimonio) aquellos “lugares donde merece la pena dar la vida”, porque la sangre que allí caiga no se verterá en vano, sino que llevará fruto. Esto significa que son lugares asociados a nuestra identidad y a nuestro destino, lugares inseparables de nuestro nombre. Aparece necesario recuperar esos lugares relacionales y entender su primacía: no son solo azoteas que coronan y embellecen, sino fundamentos del edificio, sin los cuales no es posible vivir.

Nos podemos preguntar por los lugares de esperanza y por nuestra capacidad de edificarlos. Si nuestras obras son semillas de esperanza, obrar fuera de estos espacios es como arrojar la semilla sin disponer la tierra. El Evangelio tiene necesidad de plantarse, de echar raíces, de regenerar el suelo, y para ello busca ámbitos de relaciones, concretados en prácticas comunes. Estos ámbitos son hoy más necesarios que nunca para la fe, en medio de una sociedad que puede compararse al desierto, rico en arena de aislados y solitarios granos. A estos ámbitos fecundos los ha llamado Benedicto XVI “hábitats de la fe”. Así nuestra familia, y también nuestra “familia de familias”, y nuestra parroquia y escuela y lugar de trabajo, son lugares de esperanza, que irradian a toda la sociedad. Cuidar estos ámbitos, dar la vida en ellos, es contribuir a que se cumpla nuestra esperanza última.

En el cultivo de estos espacios de esperanza, es esencial el ritmo temporal (diario, semanal, mensual) con que nos ocupamos de ellos. Tiene especial interés el ritmo semanal, pues es el que da peso al curso de la vida, ya que la semana abraza en su seno el trabajo y el descanso, y con ello todo el ciclo de lo cotidiano. Es lógico entonces que la Eucaristía, al tocar tan de cerca la acción humana, se celebrara semanalmente, con centro en el domingo, al contrario de la pascua judía anual. Si no existiera este ritmo semanal, ¿no será que esos lugares son más bien tangenciales, que no tocan de lleno ni dan forma a la vida, que no inciden en la educación ni edifican la sociedad?

En la narración de los Hechos hay un momento, al empezar Pablo su misión en Europa, cuando el narrador pasa del singular al plural, y empieza hablarse de “nosotros”. Queda así claro que la historia de Pablo no es solitaria, sino acompañada y compartida por otros. Pablo no evangeliza solo, sino desde el espacio común de la Iglesia. Él no es nunca árbol solitario, sino parte de un huerto o de un bosque. Entendemos así que san Juan Crisóstomo pudiera decir que el corazón de Pablo era el “corazón del mundo […] Tan grande fue su corazón que abrazó ciudades enteras, pueblos, naciones, porque dice: ‘Mi Corazón se ha dilatado’ (2Cor 6,11)”. Y luego añade el mismo Crisóstomo: “el corazón de Cristo era el corazón de Pablo” (A los Romanos 32,2: PG 60,679-680).

La esperanza desde la memoria de los dones

Desde que se encuentra con Cristo, Pablo entiende que sus acciones, grandes y pequeñas, anticipan ya su fin y, de este modo, lo van madurando. El futuro, aunque le supera infinitamente, no llega al margen de él, sino a través de sus obras, como el fruto sabroso pasa por las ramas del árbol, aunque a su vez las supere. Esta esperanza brota para él, además, en la Iglesia, fundada sobre la Eucaristía. Junto a este espacio de esperanza, veamos cómo la esperanza tiene también sus tiempos.

Para ello nos fijaremos en los otros dos relatos de la conversión de Pablo, que suceden dentro de su misión a judíos y gentiles. El segundo relato de la conversión de Pablo (He 22) se dirige a los judíos, que son los primeros evangelizados. Es interesante que Pablo presenta ahora su encuentro con Jesús como algo que corresponde con la tradición de Israel, hablando del “Dios de nuestros Padres”, y de Jesús como “el Justo”. En cierto modo la llamada, en este segundo relato, no sucede solo para Pablo sino para todo el Pueblo. Se nos dice así que la esperanza se apoya en una historia común que se remonta al origen del mundo. No hay esperanza sin memoria compartida, pues nuestro relato es parte de un gran relato que nos precede y acompaña.

Esto aparece con claridad cuando Pablo ve en Cristo la plenitud de todos los proyectos que el Creador puso desde el principio en el corazón del hombre. Sin esta mirada al origen, no hay esperanza. Se habla hoy de un gran “reset”, término informático para describir un inicio radicalmente nuevo, hecho posible tras la devastación pandémica. Pero la esperanza no busca un “reset” informático, sino más bien lo que podríamos llamar un “reset” orgánico o arbóreo, lo que significa también: una poda en que se elimina troncos accesorios, pero queda la raíz vital, fuente de vida originaria. El “reset” técnico es propio del progreso, el “reset” vegetal o poda es propio de la esperanza, porque mantiene viva la memoria de los dones originarios del Padre.

Esto confirma que la esperanza de la Iglesia, la gran esperanza de Dios, no significa dejar atrás las pequeñas esperanzas inscritas en lo creado. Ocurre, más bien, que pueden vivirse las pequeñas esperanzas desde la gran esperanza de la amistad con Cristo y con el Padre. Como la sal, que potencia todo otro sabor, así la gran esperanza potencia las pequeñas esperanzas. Esto es así porque la gran esperanza consiste en la resurrección de la carne, y por tanto atraviesa la carne de nuestro amor, de nuestro trabajo, de nuestras memorias e ilusiones.

Un ejemplo de esta necesidad de reconocer los dones lo tenemos en la importancia que tiene la familia en la evangelización de Pablo. Esto ocurre, por ejemplo, con la conversión de Lidia, que acoge el Evangelio junto a toda su casa, o en Áquila y Priscila, un matrimonio que comparte oficio con Pablo, y que luego le acompañará en sus viajes misioneros. La familia es lugar de esperanza porque es lugar de un “nosotros” (el del esposo y esposa, el del padre y los hijos) que se abre más allá de sí para recibir la actuación de Dios.

Además, en este segundo relato la conversión de Pablo consiste precisamente en aceptar una vocación que supera los límites de Israel. Es decir, se trata ahora de reconocer la anchura y la fecundidad del don recibido. La esperanza invita a explorar las posibilidades de futuro que se abren al don originario. De este modo la fidelidad a los dones de Dios, al ser fidelidad a sus promesas, es una fidelidad al futuro.

Todo esto nos muestra el criterio de la esperanza, como criterio para mostrar la verdad de la fe cristiana. Es un criterio que mira a los dones recibidos y a su fecundidad. El Evangelio es creíble porque desde él se da la fecundidad máxima de los dones originarios que percibimos en nuestra vida. Cristo manifiesta su señorío en su capacidad para dilatar hasta el máximo todas las promesas inscritas en la creación, en nuestra familia y en nuestro trabajo.

La esperanza desde la fecundidad del futuro

Según esto, la presencia de Cristo no solo redescubre los dones originarios, sino que además abre caminos nuevos, insospechados, dilatando las promesas que ya percibíamos en aquellos dones.

Esto se ve especialmente en el tercer relato de la conversión de Pablo, que Pablo pronuncia ante el rey Agripa y ante el gobernador romano (He 26). En realidad, si releemos el encuentro de Pablo con Jesús (He 9) vemos en él tanto una conversión como una vocación. Ahora bien, en este tercer relato casi no aparece la conversión, y todo se centra en la vocación, en la llamada de Jesús a Pablo, mirando así hacia el futuro. Se trata de proclamar la salvación también a los gentiles, a los que caminaban sin esperanza y sin Dios en el mundo.

Esta novedad se aplica, por ejemplo, a la vida de la familia. Pablo, decíamos, ve en la familia el proyecto originario de Dios sobre la humanidad.  En una de sus predicaciones (He 17,16-34) afirma que Dios plasmó al género humano a partir de Adán y Eva, unidos por una misma carne. Pues bien, concluye el Apóstol, precisamente porque somos una familia, Dios ha podido unir toda la historia humana para que desemboque en la resurrección de la carne de Jesús, miembro de nuestra familia. Esto implica que la familia resulta llamada a salir de sí, para que la carne se haga capaz de recibir nuevos dones. En la resurrección, el cuerpo llega a hablar un lenguaje que supera al que se aprende en la familia.

Esto implica que desde la fe cristiana se redimensiona la misión de la familia. Pensemos en los padres creyentes, llamados a comunicar a sus hijos no solo la vida de este mundo, sino la llamada a la vida perdurable. Por eso muchos padres, en los Hechos de los Apóstoles, conducen a toda su casa al bautismo. Normalmente, los hijos son la ilusión de los padres, que ven en ellos el futuro. Y esto sigue siendo verdad. Pero ahora, a la vez, los padres han abierto a sus hijos al futuro último, como Pablo lo abrió a los cristianos de las comunidades que fundó. Y así los padres son también ilusión y esperanza de los hijos, porque los hijos han recibido de ellos un don que participa ya del don más pleno y perfecto.

Esto significa también esperanza para comunicar a otros los dones recibidos, invitándoles a entrar en este camino tan, tan fecundo, que desemboca en la resurrección. La esperanza brilla por eso en la misión de la Iglesia, que es la expansión del Evangelio, su fuerza para colonizar toda la vida y todas las vidas. Y hay esperanza en la misión porque, como ocurre muchas veces en los Hechos, Dios abre el corazón de los hombres para que escuchen el testimonio de los Apóstoles. Esta misión pasa hoy también por el cuidado de los ambientes vivos o hábitats de la fe, para que sigan siendo fecundos. Por eso san Pablo volvía con frecuencia a visitar las comunidades que ya había instituido, y les escribía largas cartas.

La esperanza en cadenas como plenitud de la esperanza

El relato de la conversión de Pablo termina cuando Jesús dice: “yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre” (He 9,16). Después de su conversión y de su misión para proclamar el Evangelio, se abre en la vida de Pablo una nueva etapa de esperanza: tiene que dar testimonio de Jesús en Jerusalén y en Roma, sufriendo por Cristo. Siguen adelante ahora los viajes de Pablo, pero ya no es él quien dirige la acción, sino que más bien es llevado, y llevado en cadenas, incluso “encadenado por el Espíritu” (He 20,22). Pues bien, sus mayores aventuras suceden justo cuando deja el timón en manos de otro. Entendemos así que la consumación de la esperanza no consiste en hacer nosotros, sino en dejarnos hacer por Dios.

El tiempo que nos ha tocado vivir es tiempo de paciencia, porque no podemos hacer lo que querríamos: el coronavirus simboliza así las dificultades de una sociedad donde lo cristiano se vive contracorriente. Recordemos lo que responden a Pablo los judíos que encuentra en Roma. Han oído hablar del cristianismo y resumen así su juicio: “de esta secta [los cristianos] hemos oído que por todas partes sufre oposición” (He 28,22).

Es tiempo de paciencia, por tanto, pero paciencia no equivale a pasividad. El hombre paciente es el que hace aquello que es posible, aunque no sea todo, aunque no sea lo definitivo. Así, el paciente dispone el terreno donde Dios enviará su luz y su agua, y lleva también las semillas a ese terreno. Pues nuestra tarea no es hacer un mundo mejor, ni tampoco convertir al mundo, sino hacer un corazón mejor, el nuestro y el de las personas que se nos han confiado.

De este modo, con la paciencia, se consuma la fortaleza, pues lo más propio de esta virtud no es tanto atacar al mal, sino resistirle. Pues cuando ataco me enfrento a enemigos menos fuertes que yo (por eso les ataco), mientras que cuando resisto lo hago ante enemigos más fuertes, para lo que se requiere mayor virtud. Por eso el acto propio de la fortaleza es el martirio. Y de ahí que Pablo termine los Hechos predicando en cadenas. Esto es algo esencial para nuestras familias, para nuestros hijos y alumnos: transmitirles la convicción de que no hay que temer a la muerte, sino solo a una muerte sin gloria, es decir, a una muerte que no se viva como fruto maduro de una vida plena.

Se dirá que el martirio es una eventualidad muy improbable en nuestro tiempo y en Occidente. Pero lo importante del martirio no es que luego suceda o no, sino la anticipación que de él hacemos y que sella toda nuestra vida. Y esta anticipación es posible porque participamos ya del amor de Cristo, el amigo de quien y para quien vivimos. Cuando uno decide que, por amor a Cristo, hay cosas que nunca está dispuesto a hacer, entonces no cambia solo algo futuro, sino que cambia ya todo lo presente. Porque entonces se entiende la seriedad de la vida y uno se entrega de modo distinto a lo que hace, sabiendo la importancia que tiene cada acto concreto. La relación con Cristo, entonces, pasa a ocupar el centro de la vida, porque uno está dispuesto a dar la vida por Él.

Ocurre así con los esposos que expresan, al casarse, que permanecerán siempre fieles, y de este modo están transformando cada momento de su camino. Por eso el matrimonio es una fuente de esperanza, porque anticipa toda la vida, hasta la muerte, poniéndola bajo el signo de la fidelidad.

La esperanza mira a la vida resucitada, más allá de la muerte. Y puede hacer esto, sin olvidar esta vida concreta, porque no ve la muerte como un hilo que se corta y que interrumpe la trama. No, la muerte es más bien como un fruto maduro de vida, que se corta del árbol por su mismo peso, como la plenitud de la rama y del tronco y de las raíces. La esperanza no vive solo de una vida eterna que empezará tras morir, sino de una vida perdurable que ha empezado ya y cuyo fruto último es la resurrección de la carne.

El tiempo después del virus se abre como tiempo de esperanza y fortaleza. Siguiendo el camino de los Hechos entendemos el gran dinamismo de los planes de Dios, que conduce a todas las cosas hacia el Resucitado, como el viento conduce a las naves. En ese camino se percibe y agradece el don que el Señor nos ha hecho como miembros de la gran familia discipular, un don que agradecemos en Pentecostés. Es el don de una amistad con Cristo, en María y en la Iglesia, para que suceda en nosotros lo mismo que ha sucedido en Él. Y esta gran esperanza germina ya en el espacio concreto de nuestras relaciones: en la familia, en el trabajo, en la misión, en el sufrimiento…

Esta presencia del misterio nos ayuda a pensar en la esperanza como una forma de anteponer a Dios. Tiene esperanza quien antepone a Dios, en el sentido de que le concede la región del futuro, aquella que está viniendo, aquella hacia la cual caminamos. Recordamos la imagen de Péguy en El pórtico del misterio de la segunda virtud. Péguy habla de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad). Y dice que, mientras la fe es una mujer anciana y la caridad una madre que se desvive por su familia, la esperanza es una niña pequeña, lo que pone de manifiesto la gracia de un nuevo origen. Y todo se hace por la esperanza, como todo se hace por los hijos.

Los Hechos de los Apóstoles terminan en esperanza, es decir, abiertos a un futuro más grande, desde la predicación del Evangelio. Sin narrar la muerte de Pablo, el Apóstol queda predicando con libertad la Palabra, aunque esté en cadenas, pues “la palabra de Dios no está encadenada” (2Tim 2,9). Es un símbolo de la Iglesia y de nuestras comunidades, también con muchas cadenas, pero también libres para anunciar la vida perdurable, la amistad con Cristo, el destino en el Padre.

Esto trae la respuesta a la pregunta con la que empezábamos. Tras las olas, es preciso recuperar la confianza en que el futuro depende de nuestras acciones concretas, precisamente porque no son acciones solitarias. Pues se introducen en un gran relato, en que el Padre conduce al mundo a que se conforme con Cristo resucitado. Y de ese relato podemos ser protagonistas, pues cuanto hagamos en el Señor, ya sea al cuidar el amor familiar, al desvivirnos por la educación de los hijos, o al edificar nuestros vínculos entre familias y en nuestras parroquias, todo eso va preparando y disponiendo la madurez última de la carne resucitada, la carne unida plenamente a Dios y a los hermanos.

San Lucas, al comienzo de su Evangelio, nos narra el anuncio de los ángeles a los pastores, lleno de seguridad en que el camino hacia Belén llegará a término: “¡Encontraréis!” (Lc 2,12). Y esto coincide con la última palabra del mismo Lucas en los Hechos, cuando asegura que el anuncio de la Iglesia dará fruto: “¡Escucharán!” (He 28,28). Del mismo modo nace la confianza en nuestro obrar concreto, en la familia, el trabajo o el ocio, la escuela y la sociedad: “¡Resucitará!”