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“¡Suyo es el tiempo!” La hora de la Pascua

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“¡Suyo es el tiempo!” La hora de la Pascua

Homilía de la Vigilia de Pascua, 8-9 de abril de 2023.

En Europa se cambia la hora dos veces al año. Pero en los países tropicales esto no sucede. Y así se explica la sorpresa de aquel novicio de nuestra comunidad de Discípulos, proveniente de un país cercano al ecuador, cuando el maestro anunció que al día siguiente cambiaba la hora y que, por tanto, retrasaran todos sus relojes. El novicio preguntó a un compañero qué era eso de cambiar la hora. Y el otro, muy serio, contestó que era parte del voto de obediencia. ¡Todo estaba en manos del superior, incluso el tiempo!

Aquel novicio aprendió pronto que la obediencia no consistía en eso. Ahora bien, hoy sí hay alguien que tiene poder para cambiar la hora. Es Cristo, el Resucitado, el Viviente, el Alfa y el Omega. Al levantarse Jesús de la tumba, no solo se produce un terremoto, sino también un “tempo-moto”. Pues “suyo es el tiempo y la eternidad”, como hemos proclamado al bendecir el cirio pascual. Por eso, en el modo cristiano de indicar los años no se dice solo “después de Cristo”, sino Anno Domini, “en el año del Señor”. Cada año es “año de nuestro Señor”, año que Él gobierna y dirige a su meta. ¿Le abrimos nuestro tiempo para que se enseñoree de él, para que hasta nuestros días y horas sean días y horas del Señor? ¿O vivimos tiempos paralelos, como en aquellas familias que acaban disolviéndose, porque cada historia se puede narrar sin necesidad de las otras? El evangelio de hoy nos indica cómo vivir a la hora del Resucitado.

1. En primer lugar, en nuestro tiempo hay una tendencia al olvido. En el ansia de correr hacia delante damos por superado el origen. Pero de este modo quedamos divididos nosotros mismos entre lo pasado y lo futuro.

Ante esto, Jesús dice hoy en el Evangelio: “Id a Galilea”. Galilea simboliza el tiempo de los inicios, del primer encuentro fresco con Cristo, de la amistad con Él, del impulso que llevó a los discípulos a dejarlo todo generosamente… Es allí, como dice san Pedro, donde empezó “la cosa” (Hch 10,37). Al aparecerse en Galilea, Jesús indica que su tiempo resucitado vuelve al origen y lo abraza en sí. Su tiempo es, según una imagen usual, como un río, pero un río que se renueva sin cesar desde el manantial, pues viene del Padre. La resurrección no deja atrás el cuerpo modelado por las manos del Hacedor, sino que culmina la obra de los siete días. Según san Justino mártir, si se llama “octavo” al día de la resurrección, es porque con este día volvemos al principio, al día uno.

En el pregón pascual decimos: “¿De qué nos serviría haber nacido / si no hubiéramos sido rescatados?” Y la idea la aplicaban los Padres de la Iglesia al bautismo: de nada te sirve nacer una vez, si no naces una segunda vez. Nosotros podemos expandirla: de nada te serviría haberte casado; de nada te serviría haber tenido hijos; de nada todo tu trabajo y fatiga; de nada serviría tu casa, tu ciudad, de nada serviría toda la creación, su belleza, su gloria…, si Él no hubiera nacido, muerto y resucitado por ti.

Ahora bien, esto puede leerse también al revés. Una vez que Cristo ha resucitado, entendemos cuánto vale todo lo que éramos y teníamos. Cuánto vale tu cuerpo, si Cristo lo ha llamado a la gloria. Cuánto vale tu nacimiento, si apuntaba a este nacimiento definitivo. Y cuánto vale tu matrimonio, cuánto tus hijos, cuánto tu trabajo cotidiano, y tu arte, y cuánto tu descanso, y la creación entera…, si su destino es la resurrección. ¡Cómo no vivir todo esto en plenitud, si tanto vale! ¡Cómo no vivirlo en esperanza, si está destinado a tan alta meta! Así es el tiempo de Jesús cuando nos dice: “¡ven a Galilea!”

2. Además, en segundo lugar, nuestro tiempo está abocado a la muerte y va en caída hasta llegar ahí. Según Benjamin Franklin hay dos cosas ciertas en la vida: la muerte y los impuestos. Dos personajes son inevitables: el enterrador y el recaudador de Hacienda. Los impuestos son el símbolo de todo lo que nos va robando vida. Y hoy se cobran impuestos hasta cuando nos toca la lotería, como para decirnos: hay hasta un impuesto por ser feliz.

Ante esto el Resucitado proclama: “Soy yo, no tengáis miedo”. Es decir, Él nos comunica otra certeza, más allá de la muerte y de los impuestos. Ahora lo más cierto es la Vida, y lo inevitable es el encuentro con Jesús, el Viviente.

Al contar la vida del hombre se suelen poner dos fechas que la encasillan: nacimiento y muerte. Pero desde Pascua es distinto. Ahora la vida empieza al resucitar con Cristo, en el bautismo, y ya no hay fecha final. El paréntesis no hay que cerrarlo, porque el bautismo nunca caduca, sino que inaugura un nacimiento continuo, de más en más. El escritor José Luis Martín Descalzo nos regaló, poco antes de su muerte, este verso: “Morir solo es morir, morir se acaba”. A partir de Pascua podemos completar: “Nacer es más nacer. Nacer prosigue”, porque nuestra historia nace continuamente hasta el nacimiento perdurable del cielo. El tiempo de Cristo se mide con un reloj en que la arena, en vez de caer, sube.

Hay una copla de Pedro Muñoz Seca, el autor de La venganza de Don Mendo, que reza: “Virgen de la Macarena, / ponte la cara bonita, / que ya sabemos to er mundo / que el domingo resucita”. A parte de la gracia y la esperanza del verso, María podría responder que Ella también lo sabía, pero que el sufrimiento le venía porque se sabía llamada a acompañar a Cristo en su nuevo nacimiento, como dándole otra vez a luz. El tiempo no sube automáticamente hacia arriba, sino suscitando nuestra libertad, invitándonos a subir con Cristo.

Esto es así porque el Resucitado ha dado al mundo un destino nuevo, hacia la resurrección, y lo guía con nosotros hacia ese destino. Por eso el Resucitado es el nuevo nombre que tiene la providencia de Dios. Lo sabía bien san Juan cuando le reconoció junto al lago: “¡Es el Señor!”. Entendió la grandeza a la que eran llamados: el Señor les llenaba las redes y les pedía recogerlas y traerlas a la orilla. Es algo que podemos decir cada vez que el tiempo nos llama a crecer: “¡Es el Señor, es el Resucitado!”

La llamada al nuevo nacimiento, a la misión que nos engrandece, es el signo de la presencia del Resucitado en la historia. Él está, por ejemplo, en cada llamada al perdón al enemigo, a la fidelidad matrimonial en momentos inciertos, a la generosidad para transmitir vida a los hijos, al amor puro que respeta y se dona, al seguimiento incondicionado de Cristo en la vida consagrada… Cada vez que esto sucede podemos decir: “¡Es el Señor!”, que nos llama a subir. Por eso, al pedir el sacerdote en la Misa: “levantemos el corazón” respondemos que ya está levantado, y damos gracias a Dios por haber resucitado a Jesús, que nos eleva. Cuando se nos pregunte cómo estamos ya no tenemos que responder, desde un cansancio crónico: “tirando” o “tirandillo”. Gracias a la Pascua ya no vamos “tirando”, sino “resucitando”.

3. Así que en el tiempo del Resucitado se conserva la memoria y se supera el descenso de la muerte. Pero el tiempo de Cristo es nuevo también porque está lleno de proyectos, que sostienen el tiempo. Por eso dirá Jesús a sus Discípulos esta tercera palabra: “Anunciad el Evangelio”.

¿Por qué nos sucede tantas veces que vamos aturullados de un lado para otro, sin tiempo para nada? Julián Marías contestaba que esto se debe a la falta de grandes proyectos personales que llenen el tiempo y lo dirijan a la meta. No tenemos tiempo para nada, porque no tenemos nada para el tiempo, y esto nos impide establecer prioridades, o dar dirección a nuestras horas.

Es lo contrario de Jesús, precisamente porque está vivo. Pues propio de quien vive es que tiene intereses, proyectos. Es impresionante cómo, desde que resucita, Él apenas tiene tiempo para mirar atrás. Todo son planes de futuro, propios de “el Viviente” (Ap 1,17). Todo le interesa, todo le apasiona. Le interesa, por ejemplo, que la Magdalena le llame por su nombre, y que Pedro se reconcilie con Él. Le interesan los dos de Emaús y también Tomás. Y no solo tiene intereses, sino que sabe suscitar intereses en los otros, como cuando incita a Pedro a pedir perdón, o cuando suscita en los de Emaús el deseo de que le inviten a cenar. Con ellos se hace, no solo el encontradizo, sino también el “invitadizo”.

Pues bien, para participar en los intereses de otros es necesario el amor. Normalmente los intereses de los otros no son tan reales como nuestro propio interés, es decir, no tocan tanto nuestra carne. Así, es más real para mí mi propia hambre que el hambre del hermano. Ahora bien, cuando amo al hermano, propio del amor es que su interés se hace tan real para mí como el suyo, tocando igualmente mi carne. Y esto es lo que sucede con Jesús.

Nuestros intereses son tan reales para Él como lo son para nosotros. Vibra con lo nuestro. Esto nos infunde gran confianza. Tu deseo de vida para tus hijos, o de amor para tu familia, o de fruto para tu trabajo, o de salud para alguien enfermo… todos son deseos compartidos con el Viviente, que no dejará que decaigan sin luchar hasta el final. Decía un escritor colombiano: “lo difícil no es creer en Dios, es creer que le importamos”. Creer en la Resurrección es experimentar que le importamos con pasión corporal, en su carne resucitada.

Pero además la Resurrección nos llama a que los intereses de Jesús sean tan reales para nosotros como lo son para Él. Recordamos la queja de Pablo: cada uno busca su propio interés y no el de Cristo Jesús (Fil 2,21). Hoy dilatamos el corazón para que quepan en Él sus proyectos de vida grande, pues ha venido para traer vida y en abundancia. Dicen que Luis XV, al ver el descontento que crecía entre el pueblo contra la monarquía exclamó: “después de mí, el diluvio”. Una vez muerto, ya nada le importaba. A quien tiene hijos sí le importa el futuro y ya no dice eso, sino: “después de mí, te toca a ti, hijo mío; yo ya no estaré, pero te he preparado”. Pero Jesús, con su Resurrección, va más allá y ahora dice: “después de mí, la misión”. O, mejor, como es una misión común, que Él protagoniza con nosotros: “después de mí, tu misión conmigo; después de mí, nuestra misión”.

La Resurrección es real para nosotros si son reales para nosotros los proyectos de Cristo, es decir, si los hacemos nuestros. Podemos vivir en el matrimonio este proyecto de Cristo: que nuestra familia viva a la altura de su amor y de su fecundidad de Cristo. O en la vida consagrada: el proyecto de abrazar en la carne el modo de vida que Cristo eligió para sí. O en el sacerdocio: el proyecto de representar personalmente a Cristo para elevar con Él el mundo al Padre.

María fue quien mejor compartió desde el principio los proyectos del Resucitado. La primera aparición de Jesús fue sin duda a Ella, no solo porque Jesús quería consolarla, sino porque quería compartir su obra. Así que Jesús no se dedicó solo a consolar a María, sino que hablaron de planes comunes. Fue un encuentro estratégico, para cultivar la concordia de corazones. Y por eso la vemos enseguida en Pentecostés, aguardando el Espíritu, la gran promesa y el artífice de todos los grandes proyectos del Padre. Aquí late el corazón nuevo de María, que vive en el tiempo de Jesús, y por eso tampoco conocerá la corrupción.

“¡Id a Galilea! ¡Soy Yo, no temáis! ¡Anunciad el Evangelio!” En estas tres frases se contiene el nuevo tiempo de Jesús, tiempo del manantial que viene del Padre, tiempo del nacimiento que vence a la muerte, tiempo de proyectos nuevos. Y en María vivimos ese tiempo renacido en Pascua, que ensancha nuestro horizonte. Anno Domini 2023, “Año de Nuestro Señor”, en Nuestra Señora. “En María, ¡Cristo! Por Cristo, ¡al Padre!”

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