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El instinto del Espíritu Santo, para dar mucho fruto

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Homilía de Pentecostés, 28 de mayo de 2023, en la misa de acción de gracias por la fundación de los Discípulos de los Corazones de Jesús y María

Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés, que fue como el bautismo de la Iglesia. Y es el día en que celebramos también el aniversario del nacimiento de los Discípulos de los Corazones de Jesús y María, como nuestro bautismo. El bautismo es justo el tema que queremos proponeros para ahondar durante el curso próximo. Pues el bautismo genera al hombre nuevo, en medio de esta crisis de lo humano que padecemos. En efecto, como hemos leído en el Evangelio de Juan, Jesús insufla en nuestro rostro el Espíritu de vida y, con ello, asocia nuestro destino a su propio destino. En el bautismo se nos devuelve la imagen y semejanza de Dios, no solo como nuestra dignidad primera, sino como el proyecto que Dios va realizando en nosotros.

De hecho, como Discípulos se nos han entregado dos fiestas que tienen que ver con la generación de lo humano. Pues fuimos aprobados por primera vez el día de Santa María Madre de Dios de 1987. Y recibimos la aprobación definitiva en Pentecostés de 2002. Se nos ha dado, por tanto, una Madre y un Espíritu. En realidad, el Espíritu estaba desde el principio sobre la Madre, pues bajo su sombra concibió Ella a Jesús. Y la Madre estaba luego, en el Cenáculo, cuando se derramó el Espíritu, como acogiéndolo de nuevo en su seno para generarnos. Es como si el Señor hubiese querido dejarnos como inspiración constante ese paralelo entre la generación de Jesús y la generación de cada creyente.

1. ¿Cómo es el nacimiento del agua y del Espíritu? Cuando un niño nace tiene instintos que le ayudan a sobrevivir. Gracias al instinto se mueve hacia el seno para mamar, y busca también el rostro y los ojos de la madre. El primer efecto del Espíritu en el bautizado es sembrar en él una atracción constante, que podemos llamar un nuevo instinto. Se trata de un instinto hacia Dios. Como sucede con todo instinto, es una fuerza que nos precede, que nos empuja a un destino que no hemos elegido de antemano, sino que nos es confiado.

Una traza de este instinto está en nuestro deseo de belleza, que conocen bien todas las agencias de viaje con su publicidad: ¡se viaja por la belleza! Y otra traza está en cómo amamos la verdad, incluso aunque queramos engañar, pues no queremos ser engañados. Pensemos también en cuando las cosas que ansiamos no nos llenan y decimos “¡no es esto!”, “¡no es esto!” Está obrando el instinto de Dios.

Durante la revolución sexual de los años 60 se nos invitó a liberar el instinto del sexo. Se acusaba a la sociedad puritana de haber reprimido la libido y se pensaba que el hombre sería feliz cuando le diese rienda suelta. Sabemos hoy que la receta no funcionó y que en realidad el deseo se hizo más débil al separarlo del amor estable y de la fecundidad.

Pues bien, hoy vivimos una sociedad que está reprimiendo el deseo de Dios. En vez de mirar a lo alto se invita al hombre a agachar la mirada hacia su móvil, o se le insta a buscar la transcendencia en los metauniversos, y no en la contemplación de lo bueno y de lo bello. ¿No se debería decir que, tras fracasar la liberación de otros instintos, merecería la pena liberar este instinto de Dios, aunque solo fuera por igualdad de oportunidades? ¡Tal vez este instinto sea diferente y su liberación de plenitud a todos los demás deseos!

Pentecostés es la liberación de este instinto, que desde el pecado estaba reprimido. Y se trata, de hecho, de un instinto diferente a los demás. Pues los demás instintos deben ser iluminados y guiados por la razón. Pero este instinto, por ser divino, es superior a nuestra razón, y no es ciego sino lleno de libertad y de luz. Recordamos el verso del poeta Luis Rosales, al que han puesto música en Taizé: “De noche iremos, de noche, / sin luna iremos, sin luna, / que para alcanzar la fuente / solo la sed nos alumbra”. La sed puede alumbrar porque es sed de Dios, sed de verdad y justicia y belleza, sed que nace cuando Él nos muestra su rostro y nos ilumina.

En el bautismo, además, el Espíritu no solo despierta nuestro instinto de Dios, sino que lo transforma en un instinto hacia Cristo. El Espíritu nos abre los ojos para que reconozcamos que ese instinto profundo de Dios se colma en Jesús. Conocemos la reacción del rey David ante Natán al escuchar la historia del hombre rico que quería sacrificar la corderilla del pobre. “¡Ese hombre eres tú!” Es un momento de gracia al reconocerse culpable. Pues bien, esta misma frase la puede decir el bautizado cada vez que lee el Evangelio. Lee la llamada de los Discípulos y se reconoce en Pedro y Juan: “¡ese hombre eres tú!” Lee el perdón de la pecadora y se reconoce en la miseria de la mujer y en la hipocresía del fariseo: “¡ese hombre eres tú!” Pero no solo. Sobre todo el bautizado se reconoce en Jesús. Le ve rezar al Padre, le ve anunciar el Reino, le ve alegrarse y llorar por los hombres, le ve entregar la vida… Y el bautizado entiende: “¡ese hombre eres tú!”. Es decir, eso es lo que estás llamado a ser, hacia allí va tu instinto más profundo. Podemos concluir: el Espíritu nos invita a dar el paso de confesar “¡Jesús vive!”, como celebramos en Pascua, a decir “¡Jesús es mi vida!”, hoy en Pentecostés.

2. ¿Y cómo llegamos a vivir esta vida de Cristo en nosotros? El camino es posible en el Espíritu, y consiste en reconocer y acoger los dones de Dios, para dar fruto con ellos. A esto se refieren los dones del Espíritu Santo. Por ellos entendemos que nuestro obrar, que nos hace madurar y asimilarnos a Cristo, es también un don.

Para verlo nos ayuda recordar que Pentecostés era la fiesta que recordaba la alianza del Pueblo en el Sinaí. Allí también hubo una manifestación de Dios con ruidosos truenos, con fuego y con viento. Así como en Sinaí nació el Pueblo de Israel, en Pentecostés nació la Iglesia. En el Sinaí se les dio a los israelitas la Ley, que es Torá, o sea, instrucción para obrar según el querer de Dios. Y Pentecostés, por su parte, inaugura la Ley nueva del Espíritu.

¿Por qué es nueva esta Ley? No se trata de que, al llegar el Espíritu, los mandamientos ya no sirvan. El Espíritu nos convence, más bien, de que los mandamientos, lejos de ser un peso, se ponen al servicio de los dones de Dios, para acogerlos y fructificar con ellos. Bautizarse significa que podemos abrazar los mandamientos porque reconocemos en ellos el camino para que se realice el instinto de Dios que llevamos grabado.

En esta iglesia del colegio Stella Maris vemos representado el misterio del Sinaí. Moisés lleva en la mano las tablas de la Ley. En el centro está pintado el cuarto mandamiento: “honrarás a tu padre y a tu madre”. ¿Por qué es así? La tabla quiere subrayar que todos los mandamientos siguen la lógica del don, que comienza con el don de la vida, que nos precede. En esto el cuarto mandamiento se asemeja al tercero, que también reconoce la precedencia de Dios a quien agradecemos santificando las fiestas. Son los dos mandamientos que están formulados en positivo, porque manifiestan el “sí” que hay en el don, frente a los “noes” que custodian la integridad de ese don. Por eso el cuarto mandamiento hace de puente entre los mandamientos que se refieren a Dios y los que se refieren al prójimo.

Desde aquí vemos la lógica del don en toda la tabla de la Ley. En primer lugar, debería haber un “mandamiento cero”. Es lo que dice Dios antes de pronunciar la Ley: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te sacó del país de Egipto”. Así, el “eres amado” precede a nuestro “amarás” y lo hace posible. Esta lógica del don prosigue luego del primero al último mandamiento. Dios tiene que estar sobre todas las cosas, porque para apreciar el don no podemos olvidar al donante. Lo contrario es la idolatría: multitud de dones sin la unidad de aquel que nos los regaló porque nos ama. Y no podemos nombrar al donante en vano, es decir: el don solo se acoge si lo agradecemos, y el primer uso del lenguaje es la gratitud al Creador. Lo mismo sucede con los mandamientos referidos al prójimo. “No matarás”, porque el hermano es también un don que viene de la misma fuente original de dones, y que te es confiado. “No robarás”, porque los dones aumentan si se viven en común, como ocurrió después de Pentecostés en la Iglesia. “No cometerás actos impuros”, porque el lugar primordial para la acogida y el don personal es el propio cuerpo.

El Espíritu, al enseñarnos la Ley del don, nos enseña a vivir una comunión nueva, hechos “un solo corazón y una sola alma”. Decíamos que en Pentecostés se pasa de “Jesús vive” a “Jesús es mi vida” y ahora añadimos que se pasa también a “Jesús es nuestra vida”, porque sin Jesús no hay vida juntos, no hay vida común.

3. Si ese instinto de Dios es el instinto del don que lo ha originado, a la vez el don, que es fecundo, nos conduce hacia el fruto. Recordemos que la fiesta de Pentecostés es la fiesta de las primicias, en que se ofrece el primer fruto de la cosecha. Junto a los dones del Espíritu tenemos, enumerados por san Pablo, los doce frutos del Espíritu. El fruto simboliza la sobreabundancia llena de dulzura que el Espíritu nos trae. El fruto del Espíritu lo opone san Pablo a las obras de la carne, porque quien obra aisladamente no produce nada más allá de sí.

Nos alegra enumerar estos frutos: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad. Estos frutos no se refieren a nuestros sentimientos de gozo o paz, ni tampoco a nuestro carácter, gozoso o pacífico, sino a nuestras obras. Están por así decir en las manos y dedos: manos de amor, manos gozosas, manos pacíficas… al edificar el amor.

Desde esta sobreabundancia se abre la misión de la Iglesia. Es un “más” que nos propulsa hacia todos los hombres. Ahora vemos que no basta decir “Jesús está vivo”, no basta decir “Jesús es mi vida”, ni tampoco “Jesús es nuestra vida”. Hay que proclamar, en el Espíritu: “Jesús es la vida”, la vida en absoluto, toda la vida de cada hombre, y de todos los hombres. De aquí nace la misión universal, para llevar a Cristo a todo lo humano.

De esta sobreabundancia rebosaban los Apóstoles cuando, como nos dice la primera lectura de hoy, hablaban en todas las lenguas de las maravillas de Dios. Y así esta primera palabra de la Iglesia nos recuerda a la primera palabra de María a los hombres tras concebir a Jesús: el Magnificat. Es la obra del Espíritu: movernos a cantar las maravillas del Señor y su grandeza. Hoy, como Discípulos, con todos vosotros, cantamos nuestro Magnificat al ver la obra de Dios durante estos treintaiséis años. Y en el Espíritu decimos: “En María, Cristo. Por Cristo, al Padre”.

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