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La Eucaristía: manantial del Espíritu

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La Eucaristía: manantial del Espíritu

Celebramos hoy el aniversario del nacimiento en la Iglesia de los Discípulos. Hace treintaicinco años de que empezamos el camino y veinte años desde nuestra aprobación definitiva. Siempre que se inaugura un camino de seguimiento de Cristo en la Iglesia es porque se ha recibido un don de Dios. Agradecer es volver al don originario para renovar nuestro deseo de vivir de manera digna de este don. Lo hacemos como discípulos junto a todos vosotros, que formáis parte de la gran familia discipular: familias de Betania, colegios y parroquias, todos nuestros amigos que el Señor ha ido poniendo en nuestro camino para que os hagamos partícipes de nuestra llamada. 

En esta Discipulada os hemos propuesto el lema: La Eucaristía, manantial de concordia. Los tiempos de crisis que vivimos, en que parecen romperse las cisternas que contenían nuestra agua para sobrevivir en el futuro, son tiempos de búsqueda del manantial originario. Volvemos a la Eucaristía porque nuestros depósitos están agrietados y no contienen agua. La frescura del manantial eucarístico evoca la fiesta de hoy, Pentecostés, don del Espíritu Santo, a quien hemos quedado confiados los Discípulos desde nuestra aprobación. Quería detenerme en algunos momentos en que el Espíritu se hace presente en la Eucaristía. Los vamos a vivir dentro de poco.

1. Está primero el momento en que el sacerdote extiende las manos sobre las ofrendas y pide que Dios las santifique. “¡Espíritu, desciende”, se dice en la segunda plegaria eucarística, “como cae el rocío!” El rocío es, en el Antiguo Testamento, el milagro de un agua que viene tras la noche y que nadie sabe cómo ha surgido. Rocío es la frescura de Dios y su regalo, y por eso se compara al maná, alimento de Dios, con el rocío. Podríamos llamar también a la Eucaristía “rocío de concordia”.

Al Espíritu se le llama don de Dios. Es el don de dones, porque gracias al Espíritu reconocemos los demás dones de Dios. El Espíritu es el don que nos ayuda a acoger todos los dones que Dios nos ha dado. Pues también es un don reconocer el don, no darlo por supuesto, abrirse a la gratitud. 

En la película La vida de los otros, un espía comunista en tiempos de la Unión Soviética, encargado de controlar a un escritor disidente, termina salvándole la vida, impresionado de la humanidad de su víctima. El escritor, caído ya el muro, llega a saber que alguien le espiaba, descubre el código del agente, y entiende que gracias a él sigue vivo. Así que dedica su nuevo libro al agente, escribiendo su código. Cuando el espía, ahora un ciudadano más, va a comprar el libro, ve la dedicatoria con sorpresa. Y al preguntarle el dependiente si quiere que se lo envuelva como regalo, responde: “no, es para mí”. En ese “para mí” está el reconocimiento de un don. No es “para mí”, porque solo yo lo disfrutaré, sino lo contrario: para mí porque alguien me lo ha dado, y entonces es posible trenzar una relación, aunque sea en la distancia. Cuando reconocemos un don de Dios entendemos mejor el amor que Él nos tiene y lo que ha querido darnos. Y esto es obra del Espíritu.

Cuando alguna vez nos ofrecéis vuestra ayuda a los discípulos nos preguntáis: ¿qué queréis de nosotros? La respuesta es: queremos que viváis en plenitud los dones que Dios os ha confiado, queremos ponernos a vuestro servicio para que esos dones no resulten estériles, para que den el ciento por uno. Querríamos iluminar vuestros dones a la luz de la vida eterna, revelando a qué están destinados y cuál es su magnitud. 

Las manos del sacerdote, que son las manos de Cristo, cubren las ofrendas e invocan al Espíritu Santo. Al ver este gesto podéis sentiros cubiertos por estas manos, cubiertos y bendecidos, pues son manos que transmiten el don de Dios. Siente estas manos, que se ponen sobre las ofrendas, como manos que te cubren, manos que confirman el don de tu bautismo, de tu matrimonio, de tus hijos, de tu trabajo, de tu misión…

2. El segundo momento en que el Espíritu está presente sucede en la consagración del cáliz. Pues hay un nexo muy fuerte entre el Espíritu y la sangre. Los antiguos veían en la sangre la vida, que viene de Dios. La sangre está llena del soplo vital, porque la sangre transmite este soplo a todo el cuerpo. Y aún más: la sangre no solo es la vida recibida, sino la vida que puede comunicarse, que puede generar, que da a luz a los hijos y les educa, que se entrega por el bien de otros en la sociedad. Y esta sangre de Cristo se nos da a beber: “todos hemos bebido de un mismo Espíritu” (1Cor 12,13), dice la segunda lectura de hoy. 

Hay aquí un nuevo don del Espíritu. Es decir, Cristo no solo recibe los dones del Padre como el rocío, sino que ahora los derrama, los da a sus hijos al dar su sangre. Por eso, al tomar el cáliz, volvió a dar gracias. Quien sabe recibir los dones de Dios entiende que esos dones no son solo para él, sino que piden una nueva fecundidad. Cristo nos dice que Él tiene el poder “para dar la vida y para recobrarla”. Nos impresiona el poder “para recobrar la vida”, pero no perdamos de vista el poder primero: “poder para dar la vida”, pues hace falta una gran potencia para entregarse y para que esa vida crezca en otros, para que “dé vida”. Solo quien ejerce su poder para dar la vida (un poder que es don del Espíritu), tendrá luego poder para recobrarla. 

Se habla de los enemigos del alma, que son el demonio, el mundo y la carne. Pero estos tres enemigos no son el reto más grande del cristiano. El reto más grande no está en los enemigos, porque Cristo ha vencido a todos ellos. El reto está en no disminuir el don de Dios, en no olvidarlo, en no acobardarnos ante la grandeza que pide de nosotros. San Cirilo de Jerusalén dice que, al recibir la Eucaristía, nos hacemos consanguíneos de Cristo. Esto significa: capaces de tener su sangre, sangre que se entrega por la alianza. Dejemos que nos vivifique esta transfusión de la sangre generosa de Jesús.

Al principio de la misa se dice así: “el Señor esté con vosotros…” Y se responde: “Y con tu Espíritu”. Con esto se quiere decir, no solo “contigo”, sino con la fuerza del Espíritu que habita en el sacerdote, para que ese Espíritu le permita ejercer su paternidad en Cristo. Pues el Espíritu es una fuerza para las relaciones, para la comunión. Así, “con tu espíritu” quiere decir: que te vivifique como hermano, como padre, como esposo de la Iglesia… Y el sacerdote podría responder: “y con vuestro espíritu”, porque ahora vosotros también estáis llamados a ofreceros, como padres, esposos, en vuestro trabajo, en la sociedad, como educadores… ¡Que el Señor esté con vuestro espíritu!

3. El tercer símbolo del Espíritu, después del rocío y la sangre, es el fuego. Y este aparece después de la transustanciación, cuando pedimos que el Espíritu haga de nosotros un solo cuerpo. En la primera plegaria, que rezaremos después, los sacerdotes se inclinan y piden que la ofrenda, que somos nosotros mismos, sea llevada hasta el altar del cielo. Es decir, se pide que nos hagamos un solo cuerpo con Cristo. 

Esta imagen del fuego es la imagen del horno, como está recogida en la torre eucarística de este colegio Stella Maris, torre que es obra del P. Marko Rupnik. San Agustín lo dice así, hablando a los catecúmenos: “Cuando se os aplicaban los exorcismos, erais como molidos; cuando fuisteis sumergidos en el agua, como amasados; cuando recibisteis el fuego del Espíritu Santo, como cocidos. Sed lo que veis y recibid lo que sois” (Sermón 272,1).

El Espíritu no solo es el don que se recibe y se entrega, sino que tiene también el nombre de comunión. Es decir, el don se recibe y se entrega dentro de una amistad, para edificarla, para que desborde en otros. Y así el Espíritu crea un ambiente, el ambiente donde puede acogerse el don y donde uno puede donarse. El don que hemos recibido como Discípulos, hace treintaicinco años, no puede vivirse solo, es un don que solo se posee cuando se posee juntos, a partir de la fuente que es Dios mismo. Y ocurre como en el Paraíso de Dante, donde los santos, cada vez que ven llegar a uno nuevo, gritan: “aquí viene uno que aumentará nuestro amor”, pues cuantos más aman juntos, más amor tiene cada uno.

Ocurre que al unirnos por nosotros mismos somos como la masa del pan, una masa en que todo está apelotonado. El Espíritu es el fuego que transforma la masa. Los procesos que el calor aporta al pan son de lo más variado: fermentación, gelatinización, caramelización, coagulación. Esto puede parecer extraño si lo aplicamos a nuestras comunidades y familias: familias fermentadas, gelatinizadas, caramelizadas, coaguladas… 

En realidad, lo que expresa la imagen es, en primer lugar, que el pan, con el fuego, toma textura, diferencia bien sus granos, se hace esponjoso. Con el Espíritu ya no somos masa informe, sino que cada uno es protagonista y gana al estar junto a los otros. Además, el pan saca lo mejor de cada encima, de cada fermento, porque separados del resto no contamos nada. Por último, está el sabor. El Espíritu nos da sabor, nos da el gusto por la vida, para que no sea solo busca utilitaria, sino cuestión de belleza y de grandeza. 

Así que el Espíritu, en la Eucaristía, es rocío, es sangre, es fuego. Y de este modo se nos aclara que el Espíritu tiene que ver con el corazón. Porque el corazón es el centro de la persona en cuanto se abre a acoger los dones del Padre, y en cuanto que se entrega para vivir en la comunión y generar comunión. Esto somos sobre todo los Corazones de Jesús y María. La Eucaristía es el lugar donde Jesús, al dar gracias al Padre y al darnos su cuerpo y sangre, nos da su corazón. “Tomad, mi corazón, entrad en mi corazón”. Y también: “Tomad a mi madre, tened el corazón de mi madre”.

Nuestro nombre es: Discípulos de los Corazones de Jesús y María. A veces, cuando nos nombran, involuntariamente alargan el nombre, añadiendo adjetivos, como “Discípulos de los Sagrados Corazones de Jesús y María…” Se entiende, pero en nuestro nombre no está “sagrados” porque es redundante, y lo hace demasiado largo. Incluso, sin querer cambiarlo, no es inadecuado reducirlo: “Discípulos del Corazón de Jesús y María”. Porque el corazón de María es el primer corazón de Jesús y porque, sin dejar de ser dos, estos corazones son uno solo, como es propio del corazón, lugar de la comunión y del nosotros. Agradecemos al Señor por estos treintaicinco años de ser discípulos del Corazón de Jesús y María, pidiéndoles que seamos con Cristo y con su Madre, como dicen los Hechos de los Apóstoles, “un solo Corazón”.

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