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Sacerdocio: abrir para los hombres el río eucarístico

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Sacerdocio: abrir para los hombres el río eucarístico

Homilía, 25 de septiembre de 2022, 26 domingo del tiempo ordinario, en Denver, USA

Hoy, que es el día del sacerdocio en los Estados Unidos, escuchamos la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. Se representa aquí el drama de la vida humana, que puede elegir cerrarse ante el hermano y ante Dios. Aquel hombre rico estaba tan ciego, que no percibió siquiera la presencia del pobre.

Al final del Evangelio el rico Epulón pide que Abrahán envíe un resucitado para despertar al mundo de su sueño. Pero Abrahán le responde: “tienen a Moisés y a los profetas”. Así que “no creerán aunque resucite un muerto”. 

Moisés y los profetas avisaban a los hombres a abrirse a la carne del hermano, a no banquetear solos, como si los bienes no vinieran de Dios. Y como si estos dones divinos no nos empujaran a crear el mayor bien posible: la comunión. Por eso Moisés y los profetas preparaban la venida de Jesús que, tras volver de entre los muertos, iba a enseñar a los hombres otra forma de banquete. Es la Eucaristía, banquete de comunión, donde nos abrimos a los dones de Dios y a la carne del hermano. 

¿Y hoy? El papel de Moisés y los profetas lo han heredado los sacerdotes. Ellos no solo preparan la venida de Jesús, resucitado de entre los muertos, sino que prolongan la acción de Jesús en la vida de los hombres. Por eso esta parábola puede ayudarnos a entender qué es la Eucaristía y qué es el sacerdocio.

1. Fijémonos primero en los banquetes del rico. Abrahán le dice: “recibiste tus bienes en vida”. Este es el problema del rico: “tus bienes”. Es decir, pensó que se trataba de sus propios bienes, quedando ciego para reconocer el manantial de todo bien. El rico fue como un lago que acapara todo el manantial de montaña y no lo deja fluir, impidiendo la fecundidad de las aguas. 

Dice san Pedro Crisólogo (Sermón 121) que en esta parábola hay otro hombre rico. Es Abrahán, de quien dice la Biblia que tenía muchos bienes. Vemos así la diferencia con el rico Epulón. Abrahán reconoció el origen de los bienes en Dios, y todo su afán consistió en abrir los bienes a otros, como cuando acogió bajo su techo, como peregrino, al mismo Dios. Era, dice Crisólogo, porque Abrahán, sabiéndose peregrino, entendió al peregrino. Ni siquiera se reservó para sí a su único hijo sino que, al entregarlo generosamente, generó un gran pueblo.

En la Eucaristía tenemos la presencia de Cristo que se nos da a comer. Pero antes de eso tenemos también la presencia de la acción de Cristo, que recibió todo del Padre y lo condujo a Él. Tenemos la gran corriente del amor de Cristo, que nos invita a entrar en ella y a potenciar todo nuestro actuar. Por eso la Eucaristía no consiste solo en la paz que sentimos al recibir la comunión. Consiste ante todo en un gran poder para obrar que transforma nuestra vida de familia y amistad, nuestro ocio y trabajo. De ahí nace la paz verdadera, que consiste en hacer la voluntad del Padre.

Aquí se sitúa el sacerdote. Él es el hombre de la Eucaristía. Todo él vive de estas palabras que pronuncia cada día: “mi cuerpo por vosotros, mi sangre derramada”. Fijémonos que el sacerdote no dice: “este es el cuerpo de Cristo”, sino “este mi cuerpo”, porque se identifica totalmente con Jesús, para que pueda hacerse presente la acción de Jesús. Entonces el sacerdote está para que Cristo se muestre como cabeza, es decir, como manantial de los dones, que brota del Padre y lo encauza todo al Padre. Y ahora podemos entrar en esta corriente con toda nuestra vida y regenerar nuestra acción.

2. Ante esto tal vez digamos: “Yo no tengo fuerzas para reconocer el don y serle fiel”. Ya he probado muchas veces y vuelvo continuamente a mi egoísmo, como el rico de la parábola”. Es verdad que nos oponemos a este dinamismo del don. La Eucaristía nos recuerda que necesitamos una transformación, en la cual cada uno muere a su aislamiento, para renacer a la filiación y a la hermandad. Por eso en medio de este banquete hay una muerte, hay una vida entregada, hay una sangre por el perdón. 

Entendemos así la seriedad de la vida humana. En nuestras acciones nos lo jugamos todo, pues en nuestro corazón se libra una batalla entre el bien y el mal. Y el bien y el mal no son lo mismo, sino que un abismo los separa. La Iglesia habla a los hombres, en su predicación, como decía el poeta T.S. Eliot “de la muerte y de la vida y de todo lo que querrían olvidar”, les habla “del mal y del pecado y de otros hechos desagradables”. Y así también el sacerdote recuerda al hombre la realidad del mal, y su mensaje muchas veces choca y es rechazado, y esto es signo de su verdad, como fue rechazada la palabra de Jesús. 

Todo esto lo vive el sacerdote como ministro de la penitencia. En la parábola existe un abismo que separaba a Lázaro y a Epulón, un abismo que nadie puede cruzar. Y ese abismo no solo se abre en el más allá, sino que es un abismo también para los pecadores, que no pueden salvarse a sí solos. Ahora bien, Cristo ha echado un puente sobre este abismo, de modo que podemos cruzarlo mientras estamos en esta vida. Y el sacerdote grita, con san Pablo: “en nombre de Cristo os pedimos: reconciliaos con Dios” (2Cor 5,20). 

Y al cruzar el abismo entramos de nuevo en el río de Jesús, aprendiendo a recibir y a entregar. Pues el sacerdote es ministro de la penitencia porque es ministro de la Eucaristía. Los ministros coinciden, porque la penitencia tiene como fin que volvamos a entrar en el dinamismo eucarístico. Por eso en la penitencia no solo se nos quitan las manchas del pecado, sino que cruzamos el abismo y entramos en la corriente fecunda de la Eucaristía. 

En efecto, quien peca es como quien tapa con piedras la fuente bautismal que regaba su vida. Y al quitar las piedras, no solo es que desaparece ese peso, sino que vuelve a brotar el agua. Por eso de la confesión salimos con una fuerza nueva para vencer al pecado, para amar a nuestra familia, para entregarnos en nuestro trabajo…

3. De este modo podemos alzar la mirada al destino del manantial. La parábola habla de una resurrección. Jesús piensa en su propia resurrección, que los judíos no quisieron aceptar. Así nos pasa también a nosotros: vivimos incapaces de creer en la alegría del resucitado. Nos da miedo la grandeza que brota de su vida, y nos cerramos a ella. He citado antes a T.S. Eliot: los hombres no solo quieren olvidar la muerte, sino también la vida. Y el sacerdote se convierte, como dice san Pablo (2 Cor 1,24) en “servidor de vuestra alegría”. Pues la Eucaristía nos invita a una grandeza, nos llama a dilatar nuestro corazón a la medida de Jesús. 

Por eso el sacerdote puede llamarse “padre”. Es padre porque genera en nosotros la vida de Dios. Y esta vida no solo está en el futuro, en el más allá, sino que toca cada cosa que hacemos ya ahora. La paternidad del sacerdote es espiritual, pero es también corporal, porque empuja hacia Dios todo lo que hacemos en la carne, para llevarnos a la resurrección de la carne. La paternidad del sacerdote – base de su consagración virginal – consiste en generarnos para la Eucaristía, hacia el cuerpo resucitado de Jesús. 

Recordamos la famosa anécdota del cura de Ars cuando viajaba destinado a su nueva parroquia. Como se perdiera en el camino, preguntó a un muchacho, que se lo indicó. San Juan Vianney le dijo entonces: “tú me has enseñado el camino de Ars, yo te enseñaré el camino del cielo”. Podríamos parafrasearle: “tú me has enseñado el camino de Ars, yo te enseñaré a llevar a Ars al cielo”. Pues este es el destino de Ars, y el de nuestras familias, ciudades, mundo: reinar con Cristo en lo alto. Y a esto se dedica la paternidad del sacerdote.

La parábola nos ha conducido así al misterio sacerdotal. Como hombre de la Eucaristía, el sacerdote hace presente la entrega de Cristo, y nos introduce en el manantial donde los dones se reciben del Padre y se hacen fecundos, hacia la vida eterna. En todo esto el sacerdote nos invita a abrir los ojos para descubrir a Cristo que sigue presente, que nos despierta y nos invita a seguirle. Él es el pobre de la parábola, pues “lo que hicisteis a uno de estos, mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis”. Cristo, que nos ha dado todo, nos pide ahora que acojamos su carne, abierta por mil heridas como la de Lázaro. Nos invita a que entremos en su cuerpo, y desde allí dirijamos al Padre nuestro camino.

Decía el cardenal Journet, que Cristo, durante su vida, hizo dos tipos de milagros. Hubo milagros desde lejos, solo con la palabra, y milagros desde cerca, como cuando tocó al hijo de la viuda o gritó para despertar a Lázaro. Jesús, al subir al cielo continúa realizando sus milagros desde lejos. Pero esto no le ha bastado. Ha querido también, y sobre todo, seguir sus milagros desde cerca. Y para eso ha instituido el sacerdocio. Gracias al sacerdote tenemos, no solo la palabra, sino también la voz de Cristo. No solo la fuerza, sino también el tacto de Jesús. Pidamos hoy por los sacerdotes, que llevan este tesoro en vasijas de barro, que Dios conceda a su Iglesia más servidores de nuestra gratitud, de nuestra reconciliación, de nuestra alegría. 

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