Adviento: advenimiento de Dios. Se abre un camino, no tanto para acercarnos a Él, sino para que Él venga a nosotros. La penitencia propia de esta ruta es la oscuridad que invita al sueño y agota la paciencia. Por eso en el Evangelio Jesús nos repite: “¡Vigilad!” Vigilamos para estar a la altura de aquello que nos deparará el futuro. ¿Y qué nos deparará?
El Adviento responde: el futuro nos deparará a Dios. Dios es misterioso porque habita en el porvenir. Y surge la pregunta. ¿Por cuáles caminos acerca sus pasos? ¿Cómo prepararnos a su novedad? ¿Por dónde “adviene” Dios?
Algunas imágenes nos ayudan a entender esta espera de Adviento. Son imágenes de la sorpresa que el futuro siempre trae. Admiran a quienes las contemplan por primera vez. Pensemos en Adán y Eva, al inicio de la creación. ¿Cómo contemplarían por primera vez los siguientes eventos?
En primer lugar, la flor. Al verla nos alegra su belleza. Nos abrimos al asombro y a la gratitud. Pero, ¿cuál es el porvenir de la flor? Al principio parece que solo se marchita y nos desilusiona. Pero si esperamos mas, vemos surgir el fruto. Al ver la primera flor Adán y Eva no podrían imaginar que de ella naciera un fruto. Pensemos en la flor del olivo. Su fruto alimenta, ilumina, fortalece. ¿Da tanto de sí la belleza?
De aquí sacamos la primera lección para esta espera de Dios. La belleza está al inicio de la experiencia de cada vida. La encuentra, por ejemplo, todo niño a quien su madre acoge y sonríe. Es la belleza de un regalo primero que afirma y sostiene. La vigilancia del Adviento consiste, primeramente, en no olvidar, en reconocer, en agradecer. No olvides aquellas promesas primeras que te aseguran de la bondad de la vida. Porque esas promesas te darán luego alimento, luz, energía. Si eres agradecido, el futuro te deparará a Dios.
Veamos una segunda imagen: el amanecer. Si lo viéramos la primera vez pensaríamos que la luz iba a subir gradualmente y por igual en todas partes. Poco a poco el cielo se hará más luminoso y más alegre y más azul. Pero llega la sorpresa cuando la luz se va concentrando en un punto y surge el rojo sol. Entendemos que la luz no es una propiedad del ambiente, sino que está unida a un ser concreto, luminoso, benigno.
Así aprendemos algo más sobre la espera del Adviento. La luz y el calor que llenan la vida, su bondad, su alegría… no proceden solo del ambiente, sino que vienen de las personas concretas que nos rodean. Cada hermano es como el sol. Lo que hay de bueno, verdadero, justo, se concentra y brilla en la dignidad de la persona, amada por Dios por ella misma. Esperar significa confiar en la promesa que cada hermano lleva consigo. Es ahí, en este tú concreto, donde viene y se nos acerca Dios. Si el futuro te depara a Dios será a través de las personas que Él mismo te ha confiado para que las acompañes hasta llegar a Él.
Pasemos a una tercera experiencia: la madre que va a dar a luz al hijo. ¿Qué pensaría Eva, nuestra primera madre, en su primer embarazo? Al sentir las patadas y el latir del corazón, entendería que nacía un ser humano como ella. ¿Lo imaginaría igual a ella, si es que iba a nacer una niña? ¿O igual a Adán, si es que iba a nacer un niño? Sería lógico que pensara en una repetición. Y, sin embargo, quien nace es alguien único, que procede de la unión de los dos. Esto se ve, no solo porque su rostro es único, sino porque es única también su libertad. Eva entiende que su hijo no procede de ella solo, ni de Adán solo, ni tampoco de su suma, sino de un amor que, viniendo de Dios, les ha unido para toda la vida. He aquí la sorpresa de todo nacimiento.
Esto ilumina también nuestro Adviento. Allí donde hay familia, Dios puede traer su futuro nuevo. Allí donde nos entregamos, allí donde edificamos la paz, allí donde construimos comunión, Dios está bendiciendo con un futuro que, pasando a través de nosotros, nos supera. Dios adviene como futuro a través de las relaciones que edificamos.
Estas tres imágenes nos ayudan a vivir con esperanza el Adviento: la flor que da fruto y nos invita a recordar agradecidos; la luz que se concentra en el sol, y nos invita a acoger al hermano; la familia que da a luz al hijo, animándonos a edificar un amor fecundo.
Ahora bien, todas estas son experiencias de luz y gozo. ¿No hay en nuestra vida también miseria? ¿Qué hacer cuando se nubla el futuro con la enfermedad, la pobreza, la división?
Es preciso añadir todavía una cuarta experiencia. Si antes hablamos de la primera salida del sol, miremos ahora a la primera puesta de sol. Gradualmente se fue oscureciendo todo y nuestros primeros padres temblarían al perder el brillo del sol y el azul del cielo. Sin embargo, precisamente al ocultarse el sol, se les reveló algo nuevo. Aparecieron los astros y, con ellos, la profundidad del universo. El poeta José Blanco White describe esta primera puesta de sol en un soneto en inglés, que termina: “¿Por qué nos es la muerte tan temida? / Te ha de engañar la luz, ¿y no la vida?”
El Adviento es camino en la noche, donde Dios se acerca a través del sufrimiento y la tiniebla. Se ha anunciado que este año, por causa de la guerra en Tierra Santa, no habrá festejos navideños en Belén. Será una Navidad concentrada en lo esencial: el nacimiento del Niño Dios en suma pobreza en Belén. De haber nacido en la posada, habría habido mucha luz de lámpara, que habría ocultado las estrellas. Y así a su nacimiento le habría faltado profundidad. No entenderíamos que este Niño viene de arriba, y que trae para nosotros el futuro de Dios. Dios no solo “adviene” a través de la belleza, de la persona, del amor, sino también a través del sufrimiento que permite abrir los ojos a la profundidad de lo eterno.
Pero las cuatro imágenes que hemos usados no se contradicen. Pues la Navidad consiste precisamente en que el Niño Dios transformará nuestro sufrimiento en ocasión de gratitud, de aprecio de la dignidad de cada persona, de esperanza en el fruto que da el amor.